Fidel no sólo era la
reliquia viviente que condensaba en su figura gran parte de los problemas
políticos propios de la Historia del siglo XX, sino también representaba la
encarnación de un mito. Mejor dicho: Fidel era el estertor final proveniente de
ese tiempo olvidado en que la Historia y el Mito habían vuelto a convivir en un
mismo lugar: el de las utopías.
Su poder de
movilización Histórica-Mítica se forjó a partir del derrocamiento de Batista, tuvo
su momento épico en Bahía Cochinos, mostró su solidaridad con causas de
liberación nacional en África, recibió el apoyo de la URSS en pleno contexto de
Guerra Fría, apoyó a la URSS en sus acciones disuasivas ayudando a generar la
Crisis de los Misiles y vivió las penurias de la escasez propias del bloqueo
yanqui. Al mismo tiempo hizo de Cuba un pueblo educado, con altísimas tasas de
alfabetización, y de la salud cubana un estandarte de prestigio en toda la
región. Y todo lo llevó a cabo con dignidad. Sin dar ni una ni la otra mejilla.
No lo hizo por el poder. Ni por la gloria. Lo hizo por el deber y el compromiso
con la justicia social, con la sensibilidad ante los oprimidos, con los anhelos
de construir el sueño del Paraíso terrenal.
Pero Fidel también
cometió pecados: acusó a los homosexuales de ser contrarevolucionarios sólo por
su condición de género que no se condecía con el imaginario del patriarcado
revolucionario y se opuso a otorgar libertades económicas de emprendimiento
individual a los cubanos. Así mantuvo el imperio del bien común, el cual era demasiado
bueno y demasiado comunitarista para este mundo demasiado egoísta. Los
homosexuales fueron reprimidos y los disidentes acallados. La libertad de
prensa nunca existió. Muchos artistas e intelectuales latinoamericanos que
antes ponían sus manos a la obra para materializar el sueño de Martí en
compañía de las manos de Fidel fueron dándole la espalda paulatinamente.
Hasta que un día el
Muro se vino abajo y la economía capitalista global empezó a dominar el plano
de la política popular con su correlato consumista, y el neoliberalismo se fue
comiendo la Historia mientras la separaba con delicadeza imperceptible del Mito.
La influyente Revolución se quedaba sola, mirando con nostalgia sus años
felices, como el anciano que rememora sus delirios de infancia en medio de un triste
atardecer en el Caribe, aquellos años y aquellos delirios donde la promesa de
un futuro redentor siempre era más real que cualquier ilusión pero la cual sabemos
que no existe: la (des) creencia en la utopía. La Isla se aislaba cada vez más.
La Isla lloraba después de cada baile, al son del propio son. La economía
cubana estaba y, de algún modo, sigue estando en crisis. Por eso Fidel se tuvo
que abrir a los ingresos provenientes del turismo, de ciertas remezas
extranjeras y se vio obligado a flexibilizar algunas de sus políticas económicas
externas para subsistir. Chávez también aportaría lo suyo en petróleo a cambio
de capacitación médica y educativa. Y sin darnos cuenta muy bien cómo ni cuándo,
sin poder fijar las coordenadas de su divorcio, el Mito fue correspondiendo cada
vez más a la fantasía mientras la Historia se marchitaba bajo la cruel
contundencia de lo real. Como hermanos separados.