viernes, 28 de agosto de 2020

Mapuche: crónica decolonial

 

Suprimir la “s” y nombrar “decolonial” no es promover un anglicismo. Por el contrario, es marcar una distinción con el significado en castellano del “des”. No pretendemos simplemente desarmar, deshacer o revertir lo colonial; es decir, pasar de un momento colonial a uno no colonial, como que fuera posible que sus patrones y huellas desistan en existir. La intención, más bien, es señalar y provocar un posicionamiento –una postura y actitud continua- de transgredir, intervenir, in-surgir e incidir. Lo decolonial denota, entonces, un camino de lucha continuo en el cual podemos identificar, visibilizar y alentar “lugares” de exterioridad y construcciones alternativas. (Catherine Walsh en “´Raza´, mestizaje y poder: horizontes coloniales pasados y presentes”)

 

I

El paro de camioneros, la huelga de hambre del Machi Celestino, la sostenida militarización de Wallmapu, los asesinatos cargados de racismo, la incipiente organización civil de corte cuasi paramilitar dada en Ercilla, la ineptitud de este y todos los gobiernos para entablar diálogo comprensivo, la introducción dirigida de colonos europeos en el Siglo XIX y comienzos del XX, el histórico despojo de tierras por parte del Estado de Chile, los medios de comunicación masivos y su complicidad activa con el racismo, la aniquilación y expoliación de recursos naturales por parte de las forestales, la carencia de instituciones de representación política indígena, la identificación social de lo mapuche con la flojera, la ingenuidad de generar becas indígenas pensando que este conflicto se trata de ignorancia y se soluciona con educación, la ingenuidad de generar fuentes de empleo pensando que este conflicto se trata de pobreza y se soluciona con trabajo precarizado; la concientización creciente del pueblo mapuche y el resarcido orgullo por sus raíces, la resistencia mapuche ante la violencia colonial, la potencia de los artistas mapuche que han iluminado nuestras noches, el valor de los saberes ancestrales que perforan los edificios de la ciudad, las banderas de Wallmapu floreciendo por las calles, renaciendo entre las grietas de un Chile convulso y cada vez más preparado para acompañarlos en la lucha.

II

Parece evidente que en estos últimos meses las tensiones en torno al conflicto entre el pueblo mapuche y el Estado y la sociedad civil se ha intensificado. La violencia y el gobierno, fiel a la política de las últimas décadas consistente en militarizar la zona, desiste de todo gesto de negociación bajo presión. Nos encontramos en un momento de agudización de las contradicciones: por un lado, existe una mayor consciencia de la sociedad, tanto chilena como mapuche, sobre el despojo y las injusticias históricas perpetradas por el Estado de Chile contra el pueblo mapuche, existe un mayor apoyo a sus movimientos de resistencia; por otro lado, las acciones de las elites militar-empresarial ha tendido a radicalizarse. La violencia, siempre presente en torno al conflicto bajo sus diversos modos de presentación (militar, cultural, comunicacional, económica, institucional, educacional, etc.), parece tender a desnudarse, esclareciendo las posturas y develando los intereses que hay en juego y la fuerza y estrategias que los distintos actores están dispuestos a desplegar en tal disputa.

Esto ha permitido que, en un contexto marcado por la revuelta social y ad portas de dar inicio al proceso constitucional, hoy la discusión contenga nociones antes impensadas en el debate público. En efecto, que se discuta sobre el carácter plurinacional de una Nueva Constitución o que se tenga por horizonte válido el discutir sobre autonomía política para territorios de Wallmapu, es un avance que sólo ha podido darse enmarcado en un contexto como el de la revuelta iniciada en Octubre, con sus banderas mapuche alzadas sobre las calles. El mismo hecho que vaya a existir escaños reservados de suprarepresentación para pueblos originarios entre los miembros de la convención, pese a que aún no esté claro el mecanismo de elección de los mismos, es un logro a destacar.

Sin embargo– y asumiendo una cierta dialéctica histórica-, esos logros no han sido gratuitos y tienen su contraparte. En efecto, han implicado sangre, humillaciones e injusticias a manos de los sectores que defienden sus privilegios derivados de la usurpación de tierras, así como de aquellos que construyen su identidad a partir del imaginario de un otro mapuche inferiorizado, supuestamente atrasado, dispuesto a servir de ejemplo en cuanto contravalor, de símbolo contrario a lo que representa el mundo occidental y moderno. La mayor represión estatal, la negación del gobierno a establecer un diálogo efectivo, los titulares en los medios de comunicación de masas y los mecanismos de presión de ciertos sectores minoritarios pero muy poderosos de la sociedad, marcan la antítesis en el desarrollo de este movimiento; movimiento de aceleración e intensificación del conflicto, el cual, por cierto, puede inscribirse dentro de la dinámica de lo decolonial.

III

Para abordar la problemática de lo decolonial es necesario romper con el romanticismo de los elegidos. No se trata de un movimiento político ni teórico compuesto solamente por un “nosotros”, sino de un tiempo histórico que nos demanda estar a su altura. Bajo ese prisma, se trata de un acontecimiento que irrumpe, incluso en la medida que sea un proceso, el cual nos interpela políticamente implicándonos con nuestro tiempo y demandándonos a apropiarnos del sentido que abre. Una apropiación sin propiedad; una apropiación de la abertura, de lo propiamente abierto. Por eso, lejos de comprenderse como un discurso, lo decolonial reclama que asumamos el rol histórico llamado a cumplir restituyendo la posición de agente. Un agente que moviliza la historia pero que se constituye a contrapelo de lo establecido, de lo colonial, de lo que él mismo creyó ser; aunque también un agente capaz de reconocerse en el devenir del mestizaje sin ceder ante la simplista tentación de negarlo. Por eso, como señala la cita introductoria de Catherine Walsh, lo decolonial no puede caer en lo descolonial: ni la fantasía de volver, súbitamente, a la escena inicial, tal cual era América antes de la Conquista, como postula el indigenismo más retrógrado; ni tampoco caer en el esfuerzo inútil de desmontar, paso por paso y desde un presente culposo, cada capa de racismo con tal de hacernos conscientes de nuestros pecados mestizos justificando el perdón. Nada de eso.

Estar a la altura de un proceso decolonial significa, antes que todo, encararlo como acontecimiento: no como una posibilidad más dentro de muchas otras, sino como la raíz desde donde emanan todas las posibilidades. Quiere decir coordinar el ritmo con aquella música que es siempre otra e inaprensible, acoger una alteridad que, por excedernos, nunca pensamos acoger ni podemos acoger. En cierta medida, ese es el verdadero desafío del encuentro intercultural: creer más allá de lo creíble, llegar a pensar que el otro es capaz de revelarnos quienes somos, avanzar, codo a codo, con el extrañamiento de sí, aunque no subsista “por debajo” nada como un en sí. En una palabra, el desafío es excéntrico: decolonizar es dejar de ponernos como centro, tal cual como la periferia colonial transgrede los valores de la metrópolis.

Así, lo decolonial, al tratarse de una experiencia históricamente situada, es la construcción de una tarea común, donde se va más allá de toda lógica de la retribución, para, antes que todo, lograr reconocernos y, después, lograr posicionarnos en contra de lo que el poder ha hecho con nosotros, en contra, incluso, de la idea clausurada de un nosotros. Por eso, lo que realmente se decoloniza no es un pueblo, no es un territorio ni menos un país; lo que se decoloniza es la precariedad rutinaria y desgastada de la vida en pos de una vida nueva.

Es por ello que la causa mapuche reúne a los marginados, a los explotados, a los ninguneados: porque es la causa de los que siguen imaginando pese al desgaste de la rutina neoliberal, la causa de los que somos efectos no deseado de este sistema-mundo.