A Hernán Veyl y su búsqueda.
En los primeros capítulos de Ser y Tiempo, Heidegger se pregunta cuál es la relación que la metafísica tradicional ha mantenido con el ser. Esta relación oscila entre dos polos: 1) el Ser sería de suyo evidente, tal cual lo expresamos lingüísticamente, incluso llegando a omitirlo al momento de intercambiar palabras por cosas; y 2) el Ser sería inaccesible, una especie de entelequia o ideal que, tal cual como una idea regulativa destinada a ampliar el horizonte de lo experiencial, nunca podría experimentarse en sí misma.
En ambas posiciones metafísicas, existiría una incomprensión acerca del ser, pues éste permanece entendido en función del ente. Pero, ¿qué es el ente? Aristotélicamente: un atributo del mismo Ser, una parte participante del Ser. Sin embargo, tal definición es insuficiente. Como muestra Heidegger, a través de la historia de la filosofía se ha dado una respuesta equivocada a la pregunta por el sentido del Ser, superficializando su profundidad y acallando su vibración, por medio de teorías metafísicas cimentadas en filosofías de la presencia: dis-poner al Ser frente al hombre y desde el hombre, volviendo un objeto de contemplación o un mero instrumento al alcance de la mano. El Ser, caído en un olvido, buscará ser restituido, en su originario y perplejo acontecer, por medio de una analítica del Dasein. Analítica del Dasein no demandada no por el Dasein mismo, sino por lo que exigido del método, es decir, por la ontología fundamental. Precisamente porque el Dasein es ese ente al cual le va, al cual le es tema y problema tanto su propio ser como el Ser en general.
Así, de las tesis metafísicas anteriormente enunciadas, que el ser sería de suyo evidente (1) y que el ser es inaccesible (2), Heidegger señalará, apreciando el aspecto descriptivo de ellas, que:
A) De la tesis (1) se podría desprender que el Dasein mantiene una relación originaria con la pregunta con el Ser, siendo el único ente que conocemos para el cual el Ser (tanto propio, de los entes, como en general) conlleva una pregunta con sentido: ni plantas ni animales -hasta donde sabemos- conjugan el verbo copulativo ser, haber o existir, ni les inquieta o seduce reflexionar acerca de lo que ellos son, de qué se manifiesta en el aparecer de lo que aparece, o de qué significa Ser en general en contraposición con la Nada.
B) De la tesis (2) se podría aceptar que para el Dasein está velada la contemplación absoluta del Ser, dada su oposición a lo ente, pero aquello no implicaría que el Ser es totalmente inaccesible, sino que habitaría una opacidad (habitaría en las sombras o en su olvido) y que, justamente por eso, podría clarificarse.
De ahí que a mi parecer, dos maneras de graficar -con toda la precipitación del caso- el problema del Ser y su sentido hallarían carne en una pregunta y en una imagen.
La pregunta, ya enunciada por Leibniz, explotada por Heidegger y luego problematizada por Sartre, sería: ¿por qué existe el Ser y no la nada? Es una pregunta que bien puede hacérsela el adolescente cuando contempla su imagen frente al espejo, sintiendo un asombro terrorífico de ser quien es en lugar de no haber nacido nunca; también es una pregunta que puede surgir del astrónomo que, ya sea durante sus primeros años de actividad o al borde de la muerte, aprecia el orden del universo, las leyes que lo configuran, asumiendo la incertidumbre radical de que en realidad no hay necesidad alguna que sustente a esas leyes universales más allá que la contingencia, esto es, cuando todo podría ser de otro modo: de ninguna; la nada Entonces: ¿Por qué el ser y no la nada? Leibniz contestó –demasiado precipitadamente- porque Dios. La pregunta, no obstante, seguirá resplandeciendo con la vibración de lo inextinguible e implicándonos profundamente en cuanto los Dasein que somos.
La segunda manera de graficar el problema, bien puede revelarse en la imagen metafórica de la luz. Si bien nuestro acceso al ser yace velado, pues tal no se trata de un objeto cósico ni de un fenómeno experienciable (no yace determinado por categorías tempo-espaciales ni es representable ni comprende si quiera un estado mental), lo que dijimos más arriba acerca de la clarificación del ser, se encarnaría, revelaría y ocultaría en la misma metáfora de la luz. En efecto, el Ser no podría mostrarse, tal cual la luz, en sí mismo sino en función de los entes a los cuales ilumina. No hay entes sin Ser (en general), cuya existencia es denotada en el aparecer de los primeros; tampoco hay entes particulares desprovistos de un ser (del ente) que defina la esencia, el existir, de cada uno de aquellos. El Ser, al igual que la luz, solamente puede pensarse por vía de los fenómenos y entes iluminados, pero éstos no deben confundirse con la luz misma. He ahí una diferencia radical entre metafísica y ontología, al mismo tiempo que entre lo meramente óntico y lo ontológico. Y quizás, como si se tratara de un símbolo sagrado extraído de un misticismo superior a cualquier religión, la luz, por sernos imposible mirarla a los ojos, también sea lo que finalmente nos haría arder, fusionando al Ser con su guardián o su pastor: encarnando y diluyendo al ente en el éxtasis del Ser.