La visita del Papa a Irak contiene, en un principio, dos dimensiones de análisis (¿lejanamente?) relacionadas.
La primera se centra en una motivación interna al cristianismo, en general, y al catolicismo, en particular, cuyo sentido sería contribuir a la generación de condiciones mínimas para el establecimiento de un incipiente diálogo interreligioso de carácter ecuménico. La crisis de la jerarquía al interior de la Iglesia Católica, expresada a través de numerosos escándalos de pedofilia, casos de abuso de conciencia, prácticas de corrupción, relación espuria con el dinero, xenofobia y sexismo institucional, entre otros, se presenta como un momento que, en lugar de impulsar un movimiento de repliegue en sus propias convicciones, la alienta a salir del enclaustramiento para enfocarse en debates de tono teológico, siendo el ecumenismo una posibilidad. Así, el gesto de ponerse en sintonía con “los signos de los tiempos”, tiempos caracterizados por una globalización económica, informativa y cultural cada vez más autoritaria, implica también una cuestión de sobreviviencia práctica: adoptar, poco a poco, posiciones de moderación, de escucha, de relegación. No en vano el Vaticano ha advertido con preocupación fenómenos como la consolidación del laicismo en Europa, la considerable conversión de católicos al protestantismo en América Latina y -en este caso puntual- la estrepitosa caída en la cantidad de cristianos en Medio Oriente. De este modo, la discursividad teológica del catolicismo, a favor del diálogo interreligioso con el mundo musulmán y ciertas corrientes del judaísmo (las tres grandes religiones monoteístas), también es síntoma de una debilidad: justamente porque cada vez tiene menos poder, se puede abrir a relativizar “su verdad”. O, en lenguaje de Vattimo, la Iglesia transitaría desde su otrora violencia metafísica, anclada la noción de verdad revelada, haica una “metafísica débil”, abierta a otras hermenéuticas y cifrada en el concepto de “buena voluntad”. Todo –insisto- motivado por la carencia, por el temor, por el temblor, esto es, por sentimientos disminutivos, antes que por la virtud.
La segunda dimensión –y más importante- desde la cual podría ser analizada la visita de Francisco es política. A los ojos de buena parte de personas en Oriente Medio, el Sumo Pontífice es contemplado como un símbolo arquetípico o representante atemporal (mucho más atemporal que la mundaneidad histórica de los Estado-Nación) de Occidente. Por lo mismo, buena medida del posible éxito de esta visita papal se jugará en su capacidad de distanciarse de lo que históricamente ha estado asociado con la presencia de Occidente en los territorios periféricos que ha asolado: extractivismo, vejámenes, racismo, humillación y muerte. En efecto, en el curso de la historia Occidente ha sometido a Oriente Medio a una creciente política imperial, la cual abarca desde las primeras cruzadas hasta la guerra de agresión en Siria, pasando por el colonialismo moderno, por la imposición de fronteras arbitrarias, por la explotación de recursos humanos y naturales a mínimo costo, por la apropiación y falsificación de la historia, por el desprecio hacia lo inasimilable de la mística judía, por la criminalización irresponsable del islam, por el colonialismo por exterminio que ejerce día a día el sionismo del Estado de Israel (enclave occidental en el corazón de Medio Oriente) contra el pueblo palestino, por la promoción de guerras para fragmentar la región, por la financiación de guerras para aislar a países en la región (el caso de la guerra de Arabia Saudita contra Yemen para aislar a Irán), por la gestación de guerras para que el complejo militar-industrial pueda vender toneladas de armas y municiones, por la creación de guerras para imponer democracias liberales que sólo producen más conflictos étnicos-religiosos, y –cómo no- por la unilaterales guerras motivadas por el control del petróleo. En ese sentido, el impacto del mensaje de paz que seguramente ofrecerá Francisco en Bagdad sólo podrá tener impacto si logra distanciar su imagen de lo que políticamente representa Occidente. Es decir, sólo en caso que sea capaz de condenar, -con nombre y apellido- las guerras de agresión e invasión del imperialismo norteamericano, el papel cómplice de la OTAN, la condescendencia de la ONU y los crímenes de lesa humanidad del Estado de Israel (que hace algunos días han empezado a ser abordados por la Corte Penal Internacional), digo, sólo en caso que el Papa manifieste su sed de justicia, estaríamos facultados para esperar que esta visita permita abrir nuevos senderos de diálogo, en pos de un acercamiento no sólo interreligioso, sino también intercultural.
En resolución, si esta visita llegara a ser fructífera para la Iglesia Católica dependerá de la conversión de Francisco, de la confesión de sus pecados. Ciertamente, para conseguir avanzar hacia un horizonte ecuménico, el Papa tendrá que realizar una vuelta larga: salir al mundo, desprenderse de la imagen criminal de Occidente y condenar lo que ella misma, tanto con espadas como con cruces, ayudó a construir destruyendo. En una palabra: Francisco necesitaría –quizás al igual que el mundo- ser otro, nacer de nuevo. Concebirse en pecado.