Me animé a participar en el concurso de microcuentos Santiago en cien Palabras de este año. Pero mi escrito no animó al jurado. En realidad tampoco me animó mucho a mí. En él se nota que no poseo el talento de los fractales: no sé expresar alguna temática compleja y grandiosa en un formato aparentemente tan simple y reducido. No soy un escritor, ni menos aún un escritor que haga piruetas en un metro cuadrado.
Estéticamente se define lo clásico como el equilibrio entre el contenido y la forma. Luego Cortázar, en un paralelismo entre el boxeo y el juicio literario, señaló que las novelas ganan por puntos y los cuentos por K.O. Me resigno a no poder definir el microcuento como categoría general. Sólo diré lo obvio. Se mueve en un espacio literario inconcluso, lleno de aristas y en donde algunas veces los personajes se transforman en el espacio mismo. Por ende, trata de expresar narrativamente lo máximo con lo mínimo, intenta reflejar el todo en la parte.
Veamos dos casos de microcuentos contemporáneos donde contenido y forma nunca logran una armonía. Entendamos, hoy y aquí de manera despótica y sencilla -no clásicamente-, evidencia descriptiva manifiesta por forma y reflexión de sentido latente por contenido. Ejemplo. En Monterroso [ "Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí."] el contenido anula la forma: hay un exceso de temporalidades interpretativas, es un relato suspendido, carente de márgenes opresivos. Puede ser todo lo que deseemos construir, porque el dinosaurio duerme en un pliegue del tiempo para despertar en una parte que puede ser cualquier parte. En el microcuento de Julio Gutiérrez, Escrito Hallado en un Respaldo de Asiento de Micro ["No se me ocurrió otra forma de ubicarlos para que lo supieran. Mamá, Papá: estoy bien y los perdono."], la forma se basta a sí misma para darle significación al relato. Es decir, la realidad objetiva y propia del sentido común es dicha con un peso emocional irrefutable debido a la presencia de valores universales y arquetípicos: los padres y el perdón, que al revelarse de modo invertido (el hijo perdonando a los padres) potencia aún más la fuerza radical de estos valores.
Bueno, bueno, ya me cansé de teorizar en el aire. Mejor les mostraré, no sin vergüenza, mi escrito.
El Cuento en la Pared de la MetroEstación.
Mario observa un cuento mientras camina rozando la línea amarilla. No lo lee. Solamente retiene, envidioso, que el autor posee quince años. Mario siempre quiso ser escritor y fumar como Bolaño. Pero la tramposa realidad lo venció: primero, enrostrándole como verdadera su falta de talento para mentir, para novelar; después, con carencias materiales devenidas en crisis marihuanas. Ahora lo angustia su fracaso. Oye el carro aproximarse. Entonces Mario se acerca al abismo del andén. Y da un suspiro: sabe que está a un paso de la muerte, a diez gramos de la vida y a cien palabras de la fama.
Pobre imbécil. Escritor frustrado, drogadicto y envidioso. El próximo año lo tiraré a la línea sin asco; haré que se suicide. Pero conociendo a este hijo de puta puede que ya lo haya hecho.