miércoles, 22 de octubre de 2008

Microcuentos.



Me animé a participar en el concurso de microcuentos Santiago en cien Palabras de este año. Pero mi escrito no animó al jurado. En realidad tampoco me animó mucho a mí. En él se nota que no poseo el talento de los fractales: no sé expresar alguna temática compleja y grandiosa en un formato aparentemente tan simple y reducido. No soy un escritor, ni menos aún un escritor que haga piruetas en un metro cuadrado.

Estéticamente se define lo clásico como el equilibrio entre el contenido y la forma. Luego Cortázar, en un paralelismo entre el boxeo y el juicio literario, señaló que las novelas ganan por puntos y los cuentos por K.O. Me resigno a no poder definir el microcuento como categoría general. Sólo diré lo obvio. Se mueve en un espacio literario inconcluso, lleno de aristas y en donde algunas veces los personajes se transforman en el espacio mismo. Por ende, trata de expresar narrativamente lo máximo con lo mínimo, intenta reflejar el todo en la parte.

Veamos dos casos de microcuentos contemporáneos donde contenido y forma nunca logran una armonía. Entendamos, hoy y aquí de manera despótica y sencilla -no clásicamente-, evidencia descriptiva manifiesta por forma y reflexión de sentido latente por contenido. Ejemplo. En Monterroso [ "Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí."] el contenido anula la forma: hay un exceso de temporalidades interpretativas, es un relato suspendido, carente de márgenes opresivos. Puede ser todo lo que deseemos construir, porque el dinosaurio duerme en un pliegue del tiempo para despertar en una parte que puede ser cualquier parte. En el microcuento de Julio Gutiérrez, Escrito Hallado en un Respaldo de Asiento de Micro ["No se me ocurrió otra forma de ubicarlos para que lo supieran. Mamá, Papá: estoy bien y los perdono."], la forma se basta a sí misma para darle significación al relato. Es decir, la realidad objetiva y propia del sentido común es dicha con un peso emocional irrefutable debido a la presencia de valores universales y arquetípicos: los padres y el perdón, que al revelarse de modo invertido (el hijo perdonando a los padres) potencia aún más la fuerza radical de estos valores.
Bueno, bueno, ya me cansé de teorizar en el aire. Mejor les mostraré, no sin vergüenza, mi escrito.

El Cuento en la Pared de la MetroEstación.

Mario observa un cuento mientras camina rozando la línea amarilla. No lo lee. Solamente retiene, envidioso, que el autor posee quince años. Mario siempre quiso ser escritor y fumar como Bolaño. Pero la tramposa realidad lo venció: primero, enrostrándole como verdadera su falta de talento para mentir, para novelar; después, con carencias materiales devenidas en crisis marihuanas. Ahora lo angustia su fracaso. Oye el carro aproximarse. Entonces Mario se acerca al abismo del andén. Y da un suspiro: sabe que está a un paso de la muerte, a diez gramos de la vida y a cien palabras de la fama.

Pobre imbécil. Escritor frustrado, drogadicto y envidioso. El próximo año lo tiraré a la línea sin asco; haré que se suicide. Pero conociendo a este hijo de puta puede que ya lo haya hecho.

miércoles, 15 de octubre de 2008

Sobre mis andanzas en Facebook y el aura de las fotos.


"Pobre infeliz,
se paró tu reloj infantil
una tarde plomiza de abril
cuando se fue tu amante"
Joan Manuel Serrat


El otro día escribí en Facebook una especie de breve autorreflexión sobre mi práctica con dicho medio. Ante los consejos de ciertas personas por una mayor visibilidad de dicho escrito, además de considerar que tengo un par de interesantísimos amigos -lectores de este blog- que por principios jamás tendrán Facebook, lo transcribiré aquí con algunos retoques. Vale decir que no está construido con la mediana rigurosidad ensayística como mis anteriores columnas, sino más bien a modo de crónica libre e irresponsable. Ahí va:

No ingreso a Facebook más de una vez por semana. Tiene un tono farandulero que me ahoga. Lleno de fotos, tests, noticias de amistades ajenas (nótese lo paradojal del término). Bueno, muchos teóricos sociales plantean, incluso desde hace un buen par de décadas, que la cultura de masas se sustenta en hacer público lo privado. Por ejemplo, el aborto, históricamente visto como un problema que concernía a la familia afectada y que idealmente en la actualidad debería fundamentarse en la libre elección de las mujeres sobre su propio cuerpo, ha pasado a ser un tema público: debatido tanto a nivel ideológico por instituciones conservadoras (la Iglesia) que constriñen bajo amenazas la autonomía individual, como también por el imperio de la ley donde el Estado delimita jurídicamente el campo ético. Bueno, el aborto es un ejemplo serio de aquella invasión de lo privado en la esfera pública. Facebook, por su parte, es una prueba frívola de lo mismo, aunque sin Estado ni peso ideológico.

El tema da para mucha discusión, además de poseer variados matices (desde lecturas como las de la Teoría de la Liberación y el Sistema-Mundo Capitalista, hasta el frenesí posmoderno de la inconmensurabilidad multicultural). Pero dado que esto es Facebook se vuelve inadecuado analizarlo acá (en un blog un poco más se podría hacer). Por lo tanto, dediquémonos a ser fatuos, a buscar rostros y palabras escuetas de amigos del colegio, a maquillarnos bien antes de sacarnos una foto para subirla al perfil, a emocionarnos automatizadamente cuando nos hable un familiar de sangre que desde niño no vemos, que internet lo rescata del olvido y lo trastoca del recuerdo...Pero ahora, con Facebook, también olvidamos lo que antes recordábamos. Olvidamos el "encanto de recordar": hace algunos años pensábamos en un viejo amigo, sin Facebook, sin Messenger, quizás a la hora de dormir, tal vez por su equipo de fútbol favorito, por una palabra, por un gesto, por la pequeñez que fuera, y ese recuerdo tenía un olor y un sabor, una nostalgia, un aura de fotos viejas que las nítidas imágenes de Facebook ha sepultado para siempre bajo la perfección de la inmediatez digital.