miércoles, 15 de octubre de 2008

Sobre mis andanzas en Facebook y el aura de las fotos.


"Pobre infeliz,
se paró tu reloj infantil
una tarde plomiza de abril
cuando se fue tu amante"
Joan Manuel Serrat


El otro día escribí en Facebook una especie de breve autorreflexión sobre mi práctica con dicho medio. Ante los consejos de ciertas personas por una mayor visibilidad de dicho escrito, además de considerar que tengo un par de interesantísimos amigos -lectores de este blog- que por principios jamás tendrán Facebook, lo transcribiré aquí con algunos retoques. Vale decir que no está construido con la mediana rigurosidad ensayística como mis anteriores columnas, sino más bien a modo de crónica libre e irresponsable. Ahí va:

No ingreso a Facebook más de una vez por semana. Tiene un tono farandulero que me ahoga. Lleno de fotos, tests, noticias de amistades ajenas (nótese lo paradojal del término). Bueno, muchos teóricos sociales plantean, incluso desde hace un buen par de décadas, que la cultura de masas se sustenta en hacer público lo privado. Por ejemplo, el aborto, históricamente visto como un problema que concernía a la familia afectada y que idealmente en la actualidad debería fundamentarse en la libre elección de las mujeres sobre su propio cuerpo, ha pasado a ser un tema público: debatido tanto a nivel ideológico por instituciones conservadoras (la Iglesia) que constriñen bajo amenazas la autonomía individual, como también por el imperio de la ley donde el Estado delimita jurídicamente el campo ético. Bueno, el aborto es un ejemplo serio de aquella invasión de lo privado en la esfera pública. Facebook, por su parte, es una prueba frívola de lo mismo, aunque sin Estado ni peso ideológico.

El tema da para mucha discusión, además de poseer variados matices (desde lecturas como las de la Teoría de la Liberación y el Sistema-Mundo Capitalista, hasta el frenesí posmoderno de la inconmensurabilidad multicultural). Pero dado que esto es Facebook se vuelve inadecuado analizarlo acá (en un blog un poco más se podría hacer). Por lo tanto, dediquémonos a ser fatuos, a buscar rostros y palabras escuetas de amigos del colegio, a maquillarnos bien antes de sacarnos una foto para subirla al perfil, a emocionarnos automatizadamente cuando nos hable un familiar de sangre que desde niño no vemos, que internet lo rescata del olvido y lo trastoca del recuerdo...Pero ahora, con Facebook, también olvidamos lo que antes recordábamos. Olvidamos el "encanto de recordar": hace algunos años pensábamos en un viejo amigo, sin Facebook, sin Messenger, quizás a la hora de dormir, tal vez por su equipo de fútbol favorito, por una palabra, por un gesto, por la pequeñez que fuera, y ese recuerdo tenía un olor y un sabor, una nostalgia, un aura de fotos viejas que las nítidas imágenes de Facebook ha sepultado para siempre bajo la perfección de la inmediatez digital.

2 comentarios:

Pablo Gowezniansky dijo...

Por más que tu publicación no tenga esa rigurosidad ensayística de la que hablás en el comienzo (que por otro lado, para mí, si le hubieras agregado dos párrafos en el medio casi que la tendría), me parece muy interesante lo que escribiste.

Veo, una vez más, que todos los "fracasados" pensamos lo mismo. Odiamos la tecnología. Esta máxima se puede matizar muchísimo, pero en el fondo, muy en el fondo, significa eso: Odiamos la tecnología. Nacimos para leer bajo la luz de una estúpida vela y para mirar por la estúpida ventana cómo pasa el tren que al día siguiente, por la mañana, nos va a llevar a la ciudad.

Pero me gustó la nota y sí, yo soy uno más de los que encontró a muchísima gente olvidada a través del facebook. Pero no hay de qué preocuparse: ya me los volveré a olvidar.

Aldo Bombardiere Castro dijo...

Sí, defininitivamente los fracasados odiamos la tecnología.

Y va más allá de un miedo ante el perderse en un mar globalizado; va más allá, también, de una seguridad del mundo pasado ya conocido. Odiamos la tecnología porque nos ha quitado lo que nunca fue nuestro pero siempre anhelamos: la libre experimentación del mundo, dejar que fuésemos dueño de nuestro propio fracaso. La luz de la vela, la ventana, la lejana visión del tren...En esas tres cosas -en el humo de la vela que se apaga, en la luz que permite la ventana, en la brisa auditiva del tren que se aleja- hay una estela que persiste sólo en los sucesos simples, una huella que nos acompaña, una despedida que se va silenciando lentamente. Y con el espacio de reposo que nos brinda el estar alejado de la tecnología, estos gestos los podemos interpretar como señales, como signos de un mapa mayor...Y en la soledad de nuestra cama empezamos a darle sentido propio a nuestro fracaso: recapitulamos la vida, y reparamos que mientras nos acercamos a nosotros mismos nos ficcionamos, nos alejamos de nosotros mismos, escribimos una novela experiencial, hacemos del fracaso una fracasada obra de arte de puño propio. Y todo a base de las señales silentes, del movimiento inesperado del humo de la vela, de los rayos que se curvan en la ventana o del llanto juvenil que descubrimos en el pito del tren.

El mito vuelve a la tierra en forma de novela autobiográfica.

Recuerdo haber leído hace años una entrevista a Heidegger. En especial recuerdo una tensión irónica entre el periodista-filósofo pragmático y la magistral respuesta de Heidegger. Era más o menos así:

-Señor Martin- señala el periodista-, usted lleva años criticando la técnica a ultranza, no obstante no puede negar que la gran parte de ella funciona.

Heiddeger responde.-Ese justamente es el problema: todo funciona!

La respuesta de Heidegger apunta un poco a lo que venimos diciendo. A la reducción del espacio experiencial debido al mecanicismo de un mundo tecnológico avasallador que anula, bajo un sistema funcionalista de mismidad, la relación plural y sorprendente del Dasein como presencia y proyección, como encarnación en el aquí y en el devenir. En Facebook queda patente aquella nulidad en la manera programada y previsible de aceptar "amigos", así Facebook desplaza nuestra propia memoria afectiva y somete nuestro acto de conocer, de mirar a los ojos, de oler el cabello, de escuchar la entonación de voz, a un simplificador clickeo desprovisto de toda emoción y sentido.