Glenn Gould, especialista en Bach.
El otro día fui a un concierto. No se me ocurre ninguna experiencia más íntima que estar en silencio, a oscuras, sentado en medio de la nada que conforman mil personas religiosamente atentas escuchando un no se qué melódico que ha traspasado siglos. No creo que haya algo más cercano a eso que normalmente llamamos "espíritu" que la música. El arte conjura la muerte. La música, en su carácter de arte temporal, es el espíritu que aparece como huella desplegada en el tiempo: huella de la inmortalidad vital de un artista del pasado; huella porque su pisada ya se marchó pero antes de marcharse nos dejó su impresión (la música como fantasmagoría, como presencia de algo ido).
La música siempre es más que audición. La música, también, siempre es más que danza. El problema es saber precisamente qué más es. Cuando escuchamos una obra no solamente movemos el pie para seguir el ritmo o levantamos y bajamos rápida y ridículamente las manos como dirigiendo la orquesta. La música es una huella: es la presencia de un ausente: la música puede hacernos imaginar y recordar a la vez. La afección de una obra musical apolínea despierta en nosotros una reacción mucho más que física: nos hace representar (nos) una imagen abstracta, un sueño dirigido, y gozar con esa ensoñación. Cuando, por ejemplo, escuchamos la Pastoral de Beethoven vemos la delicadeza fraternal de los campesinos que se reunen en torno al arrollo. Allí están, podemos verlos, podemos construirlos: Beethoven pone la forma y nuestra imaginación detalla la materia. Beethoven nos dice qué imaginar y nosotros decidimos cómo imaginarlo. Eso que distingo como forma y materia tal vez podría ser equiparable a lo que en fenomenología artística se conoce como la distancia entre la representación y lo representado.
En el goce que despierta una obra musical tenemos, a lo menos, dos formas antagónicas de experiencia estética. Por un lado podemos disfrutar de una audición dionisíaca, en la cual el ritmo de la composición se impone a la melodía y posee al auditor en un acto de pérdida de conciencia, de entrega total al frenesí musical. Es en esta experiencia dionsíaaca donde la música se presenta como amnésica (el olvido de los eventos): no es necesario imaginar ninguna representación figural ya que el ritmo consume al sujeto en una catarsis corporal. Cuando, por ejemplo, escuchamos Las Variaciones Goldberg por Gould al piano somos presa de su endemoniado tarareo, caemos extasiados en una sensualista red contrapuntística que nos resta la posibilidad de imaginar algo, cualquier cosa: el mensaje de la música queda reducido a su puro pathos, a la afección sobre el cuerpo; la música se encarna en danza macabra, en un tarareo demoníaco. Justamente por aquella efervescencia del cuerpo hay una amnesia, un olvido del contenido, el significado de la música se diluye, el exceso de pasión obliga a una relación inmediata con la música que impide la representación de cualquier imagen psíquica. La música se ve imposibilitada de transfigurarse en pintura, escultura o poesía, imposibilitada de ser traducida a cualquier otro modelo de representación. La temporalidad ha absorbido cualquier representación espacial más allá de la danza. Dicho semióticamente: la experiencia musical dionisíaca vuelve a todo la música significante absoluto y carente de signicado: no hay distancia entre la representación y lo representado porque no hay nada que representar. Allí Dionisio (o Glenn Gould, da igual) endemoniadamente poseído, tararea y danza el baile del kosmos, del flujo universal, de la llama heraclitea que unifica toda la existencia.
En la experiencia apolinea aparece el mundo. El ya mencionado ejemplo de Beethoven en la Pastoral es clarificador. La imagen de los campesinos se erige como mediadora entre la música y nosotros. El cuerpo yace suspendido. Por eso mismo podemos llamarla una experiencia anestésica (olvido del cuerpo). Esta es la vertiente metafísica de la música: ante nuestros ojos se levanta un mundo alegórico e imaginario donde la representación florece. Es aquí cuando la música puede desdoblarse semióticamente: lo auditivo es el significante y lo imaginado pasa a ser significado. Así, nuestra imaginación posee un gran marco representativo: la música es una invitación, una alegoría a ser representada en la privacidad simbólica de cada sujeto. Decodificamos las notas en imágenes y lo que nos emociona es el poderío de las imágenes que nosotros mismos (y nuestro incosnciente) hemos construido. En la experiencia musical apolínea nos hacemos partes activos de un mundo. Pero, como bien lo divisó Nietzsche, esa actividad es metafísica, idealista, es decir una negación de los impulsos vitales de la ritmicidad dionisíaca. La anestesia nos postra en la cama y ya no nos permite bailar: lo único que nos queda, pues, es imaginar. En ese mundo privado, y de cierta manera incompartible, es donde habita la encrucijada de la inteligibilidad musical: la distancia entre la representación (lo que nos imaginamos, lo que vemos) y lo representado (aquel concepto universal que el compositor puso allí, en la música y en nostros, como alegoría).