La ciencia moderna es capaz de otorgarnos una multiplicidad
de respuestas sobre los fenómenos del mundo gracias al soporte empírico en el cual
descansa. No obstante, y a pesar de la coherencia interna de tales respuestas,
la ciencia moderna se torna impotente al momento de responder las preguntas
esenciales de la especie humana, las preguntas por el sentido. Por ejemplo,
hemos podido llegar a saber sobre la composición físico-química de ciertas estrellas
que quizás ya dejaron de respirar hace millones de años en lejanas galaxias,
hemos establecido modelos teóricos que describen las lúdicas regularidades en
el comportamiento de los electrones al interior de los átomos, sin embargo
dicho conocimiento no aporta nada sobre las inquietudes de índole existencial
que aquejan al ser humano. Esas últimas preguntas se refieren a la naturaleza
del bien y del mal en clave mundana, a la esperanza ante la posibilidad de
trascendencia ultraterrena, a la bella perplejidad que emana de una Cantata de
Bach, en fin, a la realidad de quiénes somos en tanto sujetos encarnados.
Así, con la emergencia de la ciencia moderna se da algo que el bueno de Kant ya
había presagiado: la diferencia entre el “pensamiento” y el “entendimiento”. En
efecto, si el primero apunta a significados incognoscibles, el segundo lo hace
a verdades cognoscibles; si el primero es un eterno diálogo del alma consigo
misma en busca del sentido, el segundo, en cambio, es un sometimiento de la
razón a los límites del conocimiento basados en la contrastación empírica.
Por todo lo anterior, me parece que la primacía del discurso científico en
nuestro contexto epocal nos hace correr un fuerte riesgo: el de situar al
“cómo” en el lugar del “por qué”. Es decir, el riesgo de hipotecar el pensar sobre el
sentido último de la existencia en manos de aquel tipo de conocimiento que tan
sólo se encarga de develar la mecánica de fenómenos particulares.