Los "Escritos de Turín" (1888) concentran las
últimas palabras que Nietzsche emitiera antes de caer en el abismo de la
locura. En ellos se expresan alusiones fragmentadas a las problemáticas que
marcaron la etapa postrera de su pensamiento filosófico. En efecto, allí sigue
latiendo el diagnóstico sobre la decadencia de la cultura occidental,
decadencia que posee como síntomas más notables, como fenómenos palpables de
una enfermedad invisible pero existente, al Cristianismo, a la cultura y
educación alemana, al gusto por Wagner y a la corrupción estilística de un arte
escrito para masas que impera en Europa. Todos estos temas, sin lugar a dudas,
están tratados por Nietzsche en sus obras precedentes. No obstante, la fuerza,
la intensidad, la euforia formal con que ellos son abordados en estos
"Escritos de Turín" refieren a una visión particular. Tanto el rigor
estilístico de su otrora gran prosa poética como la aguda profundidad de sus
antiguas ideas yacen debilitados en estos textos. La tartamudez de la pasión
predomina por sobre el contenido y belleza de su pluma. Así, los últimos
fragmentos de Nietzsche son testimonios de un hombre que se halla al borde del
abismo, de un hombre que se escribe a sí mismo con tal de aclarar las cuentas
pendientes que mantiene con aquellos temas ya mencionados, pero que en dicho
acto de intentar ordenar el mundo, su propio mundo interior se ve trastocado de
raíz.
La mayoría pensará que la consecuencia lógica de la relación de Nietzsche con
su obra consistía en devenir locura, en la aniquilación del continente orgánico
(la mente, el cuerpo, el cerebro) ya incapaz de abrazar la falta de
sistematicidad y belleza expansiva de su escritura, ya incapaz de contener las
ideas sacrílegas que anunciaban el advenimiento de un (súper) hombre nuevo, ya
incapaz de aclarar en plenitud las cuentas pendientes con su ídolo caído, con
Wagner. Y que estos "Escritos de Turín" serían la versión ya
deteriorada, los agónicos estertores donde se evidenciaría la caída de
Nietzsche. En fin, ellos, la mayoría, pensarán que fue demasiado martirio para
un solo hombre. Que Nietzsche sufrió más de lo que pudo soportar. Yo tiendo a
pensar lo contrario. Nietzsche, herido en ese cuerpo tan rebosante de espíritu,
se burló de todos nosotros. De nosotros que nos encontramos sobre el abismo,
salvaguardados ante la caída, y que somos incapaces de acceder a su fondo, a la
verdad trágica del existir que yace en los más recóndito de tal abismo.
Nietzsche, ya sin requerir el cuerpo, se burla, ríe y baila. Tan sólo nos es
posible percibir los ecos grises, las sombras mudas que suben desde aquella
hermética dimensión –la locura- con dirección hacia la superficie en la cual
nos encontramos todos los presuntamente saludables, los centrados, los hijos de
la razón. Tal vez ese Nietzsche ya no necesita ni el cuerpo para danzar:
ensimismado en su ensoñación se menea al compás macabro de Dionisos. Quizás
Nietzsche habite, por fin, más allá del bien y del mal, más allá de la
dicotomía razón – sinrazón. Esos diez años de locura antes de su muerte e
inmediatamente posteriores a los "Escritos de Turín" bien podrían ser
la consecuencia lógica de su obra, pero visto desde otro prisma. Consecuencia
lógica entendida como la consumación máxima de un pensar-sentir que se proyecta
hacia lo absorto del soñar; consumación donde, después de que la filosofía se
transformó en cuerpo, el cuerpo metamorfoseó en un signo de interrogación del
que, tal cual como de Dios, nosotros no podemos hablar.