Más de una vez llevé el Clinic a
mi colegio de La Reina para compartir junto a mis amigos de adolescencia el
éxtasis corporal que me provocaba la pluma de Lemebel. Se trataban de crónicas
literarias que no sólo venían a dar luz a esos rincones de esquinas
malolientes, roseadas por la orina trasnochada de alguno que otro travesti
marginal, que no sólo venían a visibilizar a esos personajes piesdescalzos carentes
de toda gloria, oprimidos dentro de una máquina de producción capitalista que les
era tan presente a la vida como ajena al entendimiento, personajes cuyo frágil
heroísmo se expresaba en la cotidianeidad de un beso robado, en el frenesí de
una mamada robada, en la sobrevivencia de un robo por hambre. Así, Lemebel no sólo
dio voz a los sin voz, no sólo representó lo que no queremos ver del cuadro de
un Chile que es copia barata del Edén primermundista, lo cual ya es demasiado;
sino que hizo todo eso desde un estilo particularmente único, desde una
identidad narrativa inconfundible y rebosante en sutilezas poéticas. Su manera
certera de describir al poner la vista, su adjetivación sobreabundante pero
nunca excesiva, su capacidad de seducir con la forma tanto como con el
contenido, hacen de Lemebel, tal como dijo Bolaño sobre él, un poeta que no
tiene la necesidad de escribir poesía.
Más de una vez llevé el Clinic a
mi colegio de La Reina. Ojalá que hoy, casi quince años después y gracias a la
muerte de Lemebel, éste sea leído por todos sin carcajadas ni insultos, sin
burlas ni prejuicios, sino con las lágrimas legañosas pero llenas de porvenir
de quienes recién se despiertan a la realidad política de un país y a la
belleza poética de la existencia misma.