Tríptico de El Bosco "El Jardín de las Delicias" (1500-1505) |
A veces el arte opera como terapia: el artista sana de su
enfermedad individual justamente gracias a la creación de la obra de arte. En
efecto, allí, en el proceso de producción de la obra, el enfermo es capaz de
desviar la mirada de sus propios tormentos e inundarse de los espejismos
estéticos, de los analgésicos transitorios que acallan sus desgarros. Incluso
este sujeto artístico puede adquirir un estilo definido, una identidad
artística, que trascienda el tópico y los motivos de la enfermedad misma,
provocando una superación radical de dicha enfermedad. A ese sujeto el arte le
ha salvado la vida y, por ende, él le consagra su vida al arte. Todo para no
volver a enfermar.
Sin embargo, existe otro tipo de relación entre el artista y
la enfermedad. Una relación, si se quiere, circular. Ese tipo de relación no
opera como mera terapéutica, sino bajo la constante dinámica de
posesión/exorcismo. Así, las obras de El Bosco, a mi juicio, se inscribirían en
este tipo de movimiento. En el arte de este pintor la primacía del pecado, la oscuridad de la
culpa, la física del justo dolor ocupan un lugar central. Hay demasiado cuerpo
en las almas. Es precisamente esta relación, la del hombre con su destino
pecaminoso y, por consiguiente, con el eterno castigo allí cuando ya no hay
redención alguna, la que se constituye en motor de un fatal vaticinio: la
naturaleza caída del propio hombre. No hay superación. No hay punto de fuga ni
vía de escape. Por eso mismo, en la obra de El Bosco se advierte un surrealismo
incipiente: es el inconsciente, el mundo de figuras oníricas y de tempestades infernales,
el mundo de pesadillas arquetípicas y de angustias circulares, el que ha emergido e iluminado sus cuadros. Y sólo pintando esos demonios, sólo representándolos en la obra, sólo
prolongando sus carcajadas sin fondo en la materialidad de los cuadros, es
posible calmar ese terror, exorcizándose en un acto que le permita continuar
pintando o viviendo, lo que para El Bosco es lo mismo. Terror que ronda no sólo en
sus escenas infernales, sino también en sus obras consagradas a santos y
personajes religiosos.
¿Y dónde residiría el origen de esta terrorífica dinámica
circular? Me atrevería a decir que en lo grotesco. Lo grotesco, en tanto
herencia de un imaginario medieval, yace como fundamento en lo cual descansa el
terror, el mal, el castigo. Pero también es, al mismo tiempo, el lugar donde se
ejecutaría la sublimación. Por eso para El Bosco, moralista satírico,
denunciador de los vicios medievales, inverosímil pintor de los pecados reales,
lo grotesco cumple una doble función: por un lado es testimonio y constatación del grito de sus propios demonios y, por otro lado, es un analgésico que lo alivia en el
acto de representar a tales demonios. Pero nunca es superación.
La enfermedad circular de El Bosco consiste en cargar con
una grotesca cosmovisión medieval allí donde el hombre se encuentra incipientemente liberado y
motivado para crear un arte humanista en pleno Renacimiento; es decir, carga con la culpa epocal de ser un eco distorsionado del Medioevo allí donde la represión se halla debilitada: su culpa se hace más fuerte allí donde ha perdido su objeto, allí donde se la porta como irremediable. El arte de El
Bosco, a su vez, consiste en el acto de exorcizar dicha culpa: en el advenimiento de lo onírico depositado en un lugar vacío (la tela o madera, el espacio a ser pitado; la vigilia, el espacio a ser vivido) para crear a partir de la materia de los
sueños, lo grotesco, un mundo de castigos, y dolores capaces de remediar aquella culpa. En definitiva, su obra se constituye en un grito. Un grito que, como todo grito,
no sólo es evidencia testimonial del tormento, del dolor del alma que, en este
caso, aqueja a El Bosco, sino que al mismo tiempo es un analgésico,
o sea, una puerta de salida transitoria a aquellos propios tormentos encadenados que
no tardarán en volver a repetirse.