lunes, 19 de octubre de 2015

Reflexiones sobre la noción de barrio.

En una primera instancia y visto desde una perspectiva cotidiana, la noción ideal de barrio yace determinada por referir a una comunión entre dos puntos dicotómicos: lo público y lo privado. Esta comunión que se manifiesta en el barrio debe ser entendida en términos de armonía y equilibrio. En el barrio no nos encontramos desnudos y expuestos ante el fenómeno del tránsito anónimo y pre-ocupado por las calles de la ciudad (espacio radicalmente público),  pero tampoco somos presa de una seguridad absorta tal como la que poseemos en nuestro domicilio (espacio radicalmente privado). En el barrio se llevaría a cabo una constante armonía entre lo propio y lo ajeno; una tácita apropiación  y equilibrio entre, por un lado, la materialidad simbólica que forma a éste y, por otra parte, la disponibilidad de nosotros para con él, como si se tratara de una especie de negociación invisible e inmemorial con aquello que, sin obligación alguna, acoge nuestro diario vivir.

Y si afirmamos que en la noción ideal de barrio se establece una relación armónica y equilibrada se debe a que en ella se expresa siempre un específico orden del mundo. En esa primera aproximación a la ciudad el barrio se alza como un espacio que no sólo conocemos y manejamos, sino que conocemos y manejamos porque comprendemos su importancia a nivel de convivencia: en el barrio convivimos con los Otros gracias a que estamos a su disposición con miras a un mundo común y, al mismo tiempo, los Otros pueden instalarse en nuestra historia personal gracias a que nos afectan íntimamente. Como si se tratara de una especialidad simbólica que tiende a desplazar sus propios límites, que tiende a ir y a venir más acá y más allá de sus fronteras, parte del barrio ingresa a nuestro hogar en la medida en que va forjando de manera dinámica nuestra propia identidad familiar. A la vez, pero en un sentido inverso, otra parte del barrio se proyecta hacia el campo en el cual somos vulnerables: las calles mudas de la ciudad. Y tal proyección se da bajo la forma de un puente mediador entre la seguridad ensimismada de nuestro hogar y la aventura citadina del riesgo propia de lo ajeno. En el barrio hay orden precisamente a causa de que estos dos componentes de lo público y lo privado yacen armónicamente equilibrados, esto es, sin superponerse uno sobre otro. Esto último posibilita que nos podamos identificar con un barrio en cuanto lugar de comunión. De esta manera en el barrio opera el deseo y la praxis comunicativa, los cuales poseen como resultado la primacía del bien común. Justamente esto significa que el barrio es, después del hogar, nuestra segunda naturaleza simbólica-espacial. Una segunda naturaleza que comprendemos precisamente por el hecho de estar sujetos a ella en su uso cotidiano.

Ahora bien, yendo al plano de la identidad podríamos decir que existe cierta circularidad en la actividad que vincula a ésta con el barrio. Así, los rostros ajados de las calles cargados de gestos e historias que se despliegan al interior del barrio cumplen la función de sintetizar el proceso dual de conformación de identidad. Nuestra identidad ejerce una doble dinámica en relación con el barrio: se perfila como constituida por y constituyente de éste . En efecto, nuestra identidad es constituida por el barrio cuando éste opera como un lugar simbólico-espacial susceptible de delinear el contorno de nuestros recuerdos, susceptible de soportar el escenario donde se deslizan las imágenes afectivas de nuestra memoria. En contraste, a partir de la carga de afectos y recuerdos, de gestos e historias, nuestra identidad es constituyente del barrio: no hay unidad barrial sin un lazo emocional o una idea que represente y condense la importancia de tal, no hay identidad barrial sin un concepto que comprenda en su interior nuestra propia intimidad. De ahí que la dinámica circular que relaciona a la identidad con el barrio posea un carácter virtuoso: es la mutua retroalimentación entre lo constituido y lo constituyente.

En resumen, en el barrio se manifiesta aquel primer vínculo de cercanía espacial con lo Otro, con los fenómenos que exceden a mi control domiciliario, esto es, con la calle en tanto terreno de tránsito abierto a los sucesos. Allí nos vemos avergonzados ante ese árbol de la plaza que lleva tallada en su piel nuestra fallida promesa de amor juvenil. Allí se proyecta hasta un curvo y desconocido horizonte la calle por la cual transitamos todas las mañanas para esperar la locomoción que nos lleve al desgastado lugar de trabajo. Allí, en el barrio, se cruzan rostros familiares y voces cálidas, los que van siendo reemplazados por otras caras y sonidos cada vez más difusos e irreconocibles a medida que nos alejamos de él.  Sin embargo, en nuestro barrio no nos extraviamos, no nos perdemos y, por ende, no tenemos la posibilidad de conquistarnos, posibilidad con la que sí contamos con ella en el trabajo auténtico. Pareciera ser que en el barrio, en ese lugar de emociones con el cual nos identificamos, hubiéramos estado desde siempre ahí: desde siempre sembrados para florecer dentro de sus nostalgias. El barrio viene a representar el terreno más próximamente seguro de lo común.


Finalmente, con la noción ideal de barrio mantenemos un lazo afectivo de doble constitución: puesto que representa un lugar significativo en la construcción de nuestra identidad, también nuestra carga de afectos le otorga sentido identitario al barrio mismo. Así, el barrio correspondería al lugar donde aquilatamos nuestras vivencias en cercanía experiencial con los Otros, donde nos hallamos destinados hacia la conformación de un Nosotros marcado por la primacía del bien común y, en último término, donde empezamos a hacer ciudadanía compartida.  

lunes, 12 de octubre de 2015

Sobre el lenguaje y su falta de origen.

La famosa frase de Nietzsche “no hay hechos sino sólo interpretaciones” pone en escena al lenguaje como protagonista principal de todo acto. El lenguaje, en efecto, vendría siendo la estructura configuradora de todo aparecer: todo lo que se presenta a nuestros sentidos ya aparece mediado por el lenguaje. El lenguaje preexiste al mundo. Y, como nos es imposible mantener un contacto desnudo y directo con el mundo, lo que hace ese lenguaje es referir siempre al lenguaje mismo. Toda interpretación es una cadena infinita de signos, un proceso de constante desplazamiento de éstos en función de asegurar un significado siempre ficticio. Por ejemplo: ¿Acaso es posible que el concepto general de "piedra" revele la esencia de un acto particular, de una experiencia vital como la consistente en sentir la aspereza de ella mordiendo la palma de nuestra mano? ¿Y no es acaso esta experiencia que hacemos de la dura aspereza de la piedra abrazada por nuestra palma algo que, a pesar de estar configurada lingüísticamente, es al mismo tiempo intraducible? No hay experiencia pura justamente porque no existen los conceptos puros.


Por ende podríamos afirmar que, en concordancia con lo señalado por Nietzsche, los conceptos no son más que metáforas olvidadas. Todo es metáfora de otra metáfora y así hasta el infinito. Máscara de la máscara. De esta manera, si una de las características principales del movimiento metafórico es la de relacionar dos imágenes distintas como si tuviesen un núcleo común sin que en esta relación se excluyan, sino más bien se potencien las diferencias mismas entre esas imágenes, entonces podemos aseverar que en la metáfora existe una ilusión. Es la conciencia de esta ilusión, o sea, el saber que las metáforas son metáforas, lo que hemos olvidado. Por lo mismo, por no distinguir su engaño, a estas metáforas olvidadas tendemos a llamarlas conceptos: terminamos creyendo que esos conceptos nos otorgan una vía de acceso directa a la dimensión metafísica de la verdad o del mundo, tal cual como si en ellos se transparentase el Ser. Pero hemos olvidado lo olvidado: que todo concepto no es más que una metáfora que olvidó su procedencia, una metáfora que dejó atrás para siempre lo inmemorial de su nacimiento. El lenguaje no tiene origen.