En una primera
instancia y visto desde una perspectiva cotidiana, la noción ideal de barrio yace
determinada por referir a una comunión entre dos puntos dicotómicos: lo público
y lo privado. Esta comunión que se manifiesta en el barrio debe ser entendida
en términos de armonía y equilibrio. En el barrio no nos encontramos desnudos y
expuestos ante el fenómeno del tránsito anónimo y pre-ocupado por las calles de
la ciudad (espacio radicalmente público),
pero tampoco somos presa de una seguridad absorta tal como la que
poseemos en nuestro domicilio (espacio radicalmente privado). En el barrio se
llevaría a cabo una constante armonía entre lo propio y lo ajeno; una tácita
apropiación y equilibrio entre, por un
lado, la materialidad simbólica que forma a éste y, por otra parte, la
disponibilidad de nosotros para con él, como si se tratara de una especie de
negociación invisible e inmemorial con aquello que, sin obligación alguna,
acoge nuestro diario vivir.
Y si afirmamos
que en la noción ideal de barrio se establece una relación armónica y
equilibrada se debe a que en ella se expresa siempre un específico orden del
mundo. En esa primera aproximación a la ciudad el barrio se alza como un espacio
que no sólo conocemos y manejamos, sino que conocemos y manejamos porque
comprendemos su importancia a nivel de convivencia: en el barrio convivimos con
los Otros gracias a que estamos a su disposición con miras a un mundo común y,
al mismo tiempo, los Otros pueden instalarse en nuestra historia personal
gracias a que nos afectan íntimamente. Como si se tratara de una especialidad
simbólica que tiende a desplazar sus propios límites, que tiende a ir y a venir
más acá y más allá de sus fronteras, parte del barrio ingresa a nuestro hogar
en la medida en que va forjando de manera dinámica nuestra propia identidad
familiar. A la vez, pero en un sentido inverso, otra parte del barrio se
proyecta hacia el campo en el cual somos vulnerables: las calles mudas de la
ciudad. Y tal proyección se da bajo la forma de un puente mediador entre la
seguridad ensimismada de nuestro hogar y la aventura citadina del riesgo propia
de lo ajeno. En el barrio hay orden precisamente a causa de que estos dos
componentes de lo público y lo privado yacen armónicamente equilibrados, esto
es, sin superponerse uno sobre otro. Esto último posibilita que nos podamos
identificar con un barrio en cuanto lugar de comunión. De esta manera en el
barrio opera el deseo y la praxis comunicativa, los cuales poseen como
resultado la primacía del bien común. Justamente esto significa que el barrio
es, después del hogar, nuestra segunda naturaleza simbólica-espacial. Una
segunda naturaleza que comprendemos precisamente por el hecho de estar sujetos a
ella en su uso cotidiano.
Ahora bien,
yendo al plano de la identidad podríamos decir que existe cierta circularidad
en la actividad que vincula a ésta con el barrio. Así, los rostros ajados de
las calles cargados de gestos e historias que se despliegan al interior del
barrio cumplen la función de sintetizar el proceso dual de conformación de
identidad. Nuestra identidad ejerce una doble dinámica en relación con el
barrio: se perfila como constituida por
y constituyente de éste . En efecto,
nuestra identidad es constituida por el barrio cuando éste opera como un lugar simbólico-espacial
susceptible de delinear el contorno de nuestros recuerdos, susceptible de
soportar el escenario donde se deslizan las imágenes afectivas de nuestra
memoria. En contraste, a partir de la carga de afectos y recuerdos, de gestos e
historias, nuestra identidad es constituyente del barrio: no hay unidad barrial
sin un lazo emocional o una idea que represente y condense la importancia de
tal, no hay identidad barrial sin un concepto que comprenda en su interior
nuestra propia intimidad. De ahí que la dinámica circular que relaciona a la
identidad con el barrio posea un carácter virtuoso: es la mutua
retroalimentación entre lo constituido y lo constituyente.
En resumen, en
el barrio se manifiesta aquel primer vínculo de cercanía espacial con lo Otro,
con los fenómenos que exceden a mi control domiciliario, esto es, con la calle
en tanto terreno de tránsito abierto a los sucesos. Allí nos vemos avergonzados
ante ese árbol de la plaza que lleva tallada en su piel nuestra fallida promesa
de amor juvenil. Allí se proyecta hasta un curvo y desconocido horizonte la
calle por la cual transitamos todas las mañanas para esperar la locomoción que
nos lleve al desgastado lugar de trabajo. Allí, en el barrio, se cruzan rostros
familiares y voces cálidas, los que van siendo reemplazados por otras caras y
sonidos cada vez más difusos e irreconocibles a medida que nos alejamos de él. Sin embargo, en nuestro barrio no nos
extraviamos, no nos perdemos y, por ende, no tenemos la posibilidad de conquistarnos,
posibilidad con la que sí contamos con ella en el trabajo auténtico. Pareciera
ser que en el barrio, en ese lugar de emociones con el cual nos identificamos,
hubiéramos estado desde siempre ahí: desde siempre sembrados para florecer
dentro de sus nostalgias. El barrio viene a representar el terreno más
próximamente seguro de lo común.
Finalmente, con
la noción ideal de barrio mantenemos un lazo afectivo de doble constitución:
puesto que representa un lugar significativo en la construcción de nuestra
identidad, también nuestra carga de afectos le otorga sentido identitario al
barrio mismo. Así, el barrio correspondería al lugar donde aquilatamos nuestras
vivencias en cercanía experiencial con los Otros, donde nos hallamos destinados
hacia la conformación de un Nosotros marcado por la primacía del bien común y,
en último término, donde empezamos a hacer ciudadanía compartida.