Desde la Antigüedad Griega,
específicamente desde el Diálogo El Banquete de Platón, el fenómeno del deseo
ha estado configurado a partir de una cierta noción de carencia. En efecto,
este tipo de deseo atestiguaría la distancia entre el objeto deseado y el
sujeto deseante: el deseo sólo ardería allí donde pudiese existir una
diferencia fundada en la carencia que evidencia nuestra propia incompletud.
Pero el ardor del deseo, a su vez, buscaría anular dicha incompletud. El deseo
anhela la plenitud. De ahí que la mayoría de los deseos se esmeren
obsesivamente en suprimir la distancia entre él y el objeto deseado intentando
poseer a este último. Sin embargo, ¿qué sucede cuando llevamos a cabo la
experiencia contraria, la experiencia de habitar el deseo? Es decir, ¿cómo
operaría en esta lógica del deseo la voluntad de distender, de esperar o de
postergar lo deseado en favor de hacer vibrar una imaginación que se abastezca
de aquel impulso del deseo a pesar de no obsesionarse con su materialización,
con poseer lo deseado? Creemos preliminarmente que este otro tipo de deseo
expresado a partir de la imaginación (por ejemplo: fantasear con el encuentro
entre nosotros y la persona deseada bajo posibilidades creativas que gozan más
de la trama que del desenlace) pone en crisis la concepción platónica tanto en
su variante impulsiva como contemplativa. Así, se daría un desplazamiento desde
el clásico deseo de la carencia hacia un deseo de la espera (¿sin esperanza?),
lo cual no significaría más que trastocar, quizás voluntariamente, la
naturaleza del fenómeno: pasar de ser presa de la avidez del deseo a la
domesticación o sublimación imaginaria del mismo.
Entre el logos y el mito. Entre la razón a medias y la locura bien saboreada. Entre la Universidad y el Manicomio...Bueno, en esta tierra bendita nos encontramos.
sábado, 29 de julio de 2017
sábado, 22 de julio de 2017
Sobre el ajedrez y las máquinas.
"Alguna
vez los hombres tuvieron que ser semidioses;
si no, no habrían inventado el ajedrez.”
Alexander Alekhine.
Desde hace algunos años los
mejores módulos computacionales de ajedrez derrotan en efectividad a cualquier
ser humano que ose enfrentarlos. La inteligencia artificial de estos programas ha
derribado cualquier intento, incluso el proveniente de los mejores jugadores
del mundo, de generar una lucha medianamente equilibrada en una partida de
ajedrez. Actualmente la máquina ha terminado por desbancar al hombre de su
cetro de privilegio en cuanto al rendimiento de cálculo y concepción estratégica.
En el marco de una batalla ajedrecística el resultado es lapidario para el
hombre. Si se aprecia desde la perspectiva exclusivamente competitiva, el
hombre se encuentra superado por la máquina y lo seguirá estando cada vez con
mayor distancia.
Además de este fenómeno actual, la
máquina amenaza algo peor. Mucho peor. Ya no una herida narcisista contra la
hegemonía histórica de la inteligencia natural del ser humano, sino también con
agotar las posibilidades del ajedrez mismo. Dado que se trata de un juego con
ramificaciones y árboles de variantes finitos (al contrario que el lenguaje
natural, el cual no yace limitado por los contornos de ningún tablero en el
cual desenvolverse), la amenaza consiste en que la máquina consuma todas las
partidas y posiciones posibles, sean estas irracionales o no para la concepción
humana. Dicha hipótesis es probable que se concrete en un futuro próximo
gracias a los módulos cuánticos que se esperan construir. La amenaza de un “Ojo
de Dios” que revele lo absoluto de la ejecución ajedrecística parece cercana. Así, da la impresión que el ajedrez se halla condenado
a su muerte tanto en lo referente a la lucha de la inteligencia natural frente
a la artificial como también en el agotamiento de sus misterios concernientes a
la revelación de todas sus posiciones posibles.
Hasta ahí el diagnóstico. Y también
el pronóstico. Ahora bien, cabe preguntarse lo siguiente: ¿Es similar afirmar
que la ya consumada derrota deportiva de los hombres frente a las máquinas y la
futura resolución de todas las partidas posibles de ajedrez marquen la muerte
del juego mismo? ¿Acaso el desarrollo de la dimensión estratégica, el cálculo táctico,
la fuerza de juego e, incluso, el saber agotado el juego gracias al conocimiento
que nos otorgan las máquinas será sinónimo de la pérdida del horizonte de
sentido de la disciplina ajedrecística?
El ajedrez en su aspecto competitivo
es una máquina. Máquina que puede ser absorbida por otra máquina. Máquina que sólo
puede ser absorbida y resuelta por una homogeneidad ideativa que es otra máquina
que maneje su mismo lenguaje artificial, espacial y cuantificable en una
evaluación. Sin embargo, soy un convencido que el ajedrez no sólo se reduce a
su dimensión deportiva, a la efectividad de quién derrota al adversario. Registrar
un historial de victorias es aún más rudimentariamente cuantificable que la
evaluación que los módulos realizan de una posición determinada en la
actualidad. El énfasis en el resultado y las evaluaciones encubre el sentido
que palpita detrás de éstos: el del propio ajedrez. Este sentido reside justamente
en la comprensión, en la humanidad de la comprensión que se filtra por medio de
esta máquina del placer mental y masturbatorio que es el ajedrez. La comprensión,
en términos ajedrecísticos y extra-ajedrecísticos, significa ser capaz de
integrar el por qué de una determinada jugada, la inteligibilidad de un plan a
largo plazo, la virtud de distinguir conceptualmente puntos débiles y casillas
fuertes. Todo eso es parte del sentido invencible del ajedrez: traducir en
lenguaje natural, en lenguaje humano, aquellos aspectos propios del desarrollo
del juego. La comprensión contiene una explicación (algo que pueden hacer las máquinas
muy bien) pero con un necesario superávit de sentido en lenguaje natural (algo
que nunca podrán hacer las máquinas). La compresión, desde un prisma hermenéutico-existencial,
es al mismo tiempo asimilación de lo extraño como propio y de lo propio como
extraño: asombro ante el sentido que intentamos aprehender mientras siempre se
nos escapa de las manos. La comprensión del sentido del ajedrez por los hombres,
aunque sea fragmentada y pasajera, es lo realmente inagotable, lo inmortal.
Por lo mismo, creo que la profundidad comprensiva del
ajedrez, su sentido conceptual capaz de traducirse al lenguaje natural, a la
ambigua belleza de las palabras, se funda en la encrucijada de la fragilidad
humana: en su lugar de estar en jaque constante. Es el jaque que nos constituye
en tanto seres que luchamos por lo absoluto del conocimiento a la vez que
yacemos atravesados por los límites de la finitud.
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