sábado, 27 de enero de 2018

Sobre Nicanor Parra (cuatro apuntes)

ROCKSTAR

Nicanor Parra fue un rockstar. Su obra no es el resultado de un sofisticado experimento intelectual ni tampoco la propuesta mesiánica y redentora ante la falta de sentido inherente a la modernidad tardía o posmodernidad. No pretendió ser un poeta solemne ni de salón, de hecho se desmarcó tempranamente de la sensibilidad lírica propia de la tradición nerudiana; no pretendió ser un poeta políticamente comprometido, de hecho nunca estuvo ligado fielmente a causas revolucionarias. Ni pleitesía por la tradición erudita, ni fe en el sueño de un mundo mejor: sólo valió la pena (son) reír. Por eso, por asumir ese sentimiento de desencanto profundo ante el cual la razón responde con un juego de palabras poco razonable, Nicanor Parra fue un rockstar.

IRONÍA

Si lo que constituye a la ironía es la puesta en movimiento de distintos niveles significativos donde el contenido de lo dicho se confunde y contradice con la materialidad del decir, la vida y la obra de Parra, cada una por separado y quizás cada una en relación a la otra, se ajustan a esa categoría sin medida exacta. En toda ironía se manifiesta una crisis, en última instancia, inmanifestable. Construir ironías (algo propio de la posmodernidad) fue la tarea de Parra. Así, se trató de un poeta no sólo capaz de mover masas en tiempos de hambre, sino también de superarse a sí mismo, capaz de habitar y examinar el rugir irónico con que el lenguaje y la acción se niegan y se afirman al unísono. En fin, se trató de un poeta capaz de ser antipoeta: de un poeta que festejó con ingenio la muerte de todos los genios, que profanó con devoción la tumba sagrada de la modernidad cuyo ataúd siempre supo que estuvo vacío.

PARRA ES PARRA

Desde “Poemas y antipoemas” hasta gran parte de sus artefactos, desde sus anécdotas escolares hasta la tacita de té conversada junto a Pat Nixon, desde las cuecas y tonadas elevadas junto a sus hermanos en torno a alguna fogata olvidada hasta la gélida soledad de sus años como estudiante en Oxford, Parra siempre fue Parra. No le interesó ser otro. Nunca ha habido otro. Inclasificable, inadaptado pero ilusamente adaptable por los poderes políticos de turno, siempre demasiado poco serio para ser expuesto en un museo de estilo francés, inagotablemente lúdico en su transitar a la deriva, fiel exponente del hombre de a pie, constructor de piropos callejeros cuyo sentido nadie sabe de dónde viene ni hacia dónde va…Parra sólo se explica siendo Parra.

(SIN) SENTIDO


Parra nos enrostra lo desmesurado de nuestro más ávido deseo, del deseo de fotografiar la totalidad de la superficie para acceder a radiografiar las fuerzas de la profundidad. Ante la actual crisis de sentido que nos atormenta, ante la muerte de Dios, ante la pérdida de horizonte trascendente, ante la búsqueda analgésica de un origen, el antipoeta responde con su ya sabida ironía. Ha respondido que “Dios + Dios son cuatrios”, reduciendo con humor toda metafísica religiosa a la gracia desconcertante de una cuantificación exacta; ha respondido que la densidad materialista del mundo, su garantía epistemológica actual, sólo tiene sentido cuando “vuelve a palpitar el corazón del hombre imaginario”; ha respondido a través de un soliloquio donde, en un acto ultraperformativo, el origen e historia de la humanidad en su conjunto representa la abismal angustia del individuo por saber sobre dicho origen. Por medio de la obra de Parra (y también de la vida de Parra como obra de arte desublimada) se vislumbra un gesto epocal. Gracias a un lenguaje coloquial, enraizado con lo popular e incluso con lo ordinario, Parra nos permite adentrarnos en la ironía como toma de posición ante la época de sinsentido radical que vivimos. Toma de posición que apela a una autoconciencia limitada (a la autoconciencia de limitación de su propia autoconciencia) y donde la voz del poeta dignifica, sin nunca explicitarlo, la jovial labor consistente en habitar día tras día la realidad de esta existencia pese a no saber nunca qué lo funda ni moviliza

jueves, 18 de enero de 2018

Sobre el Papa Francisco

FRANCISCO NO ALCANZA

Durante todo su pontificado el Papa Francisco ha alzado la voz innumerables veces en contra de los horrores engendrados por el modelo económico global y la perversión característica del modo de racionalidad instrumental inherente al capitalismo tardío. A su vez, también ha expresado su compromiso con los más pobres, con los marginados y violentados por los poderes políticos, comunicacionales y culturales, llegando incluso a solicitar -conmovido hasta las lágrimas y más allá de toda vergüenza- perdón ya sea por la activa participación histórica que la Iglesia ha tenido en tales hechos o por la complicidad y tibieza con que dejó de juzgar dicho tipo de acciones. En el discurso, Francisco ha puesto temas cruciales sobre el tapete de la opinión pública internacional, siendo audaz, valiente y mostrándose claramente a favor de las causas provenientes de sectores periféricos y opuestos a los poderes establecidos.

Sin embargo, a la hora de generar medidas concretas dentro de su campo de acción, esto es, al momento de cambiar prácticas y buscar responsables de las aberraciones que en los últimos ha cometido un alto porcentaje de clérigos, Francisco no ha actuado con tanta audacia ni valentía. Como si estuviera pagando el tributo de una deuda emocional, Francisco mantiene intocables a una serie de jerarcas encubridores por casos de pedofilia y a otros personeros católicos que han operado en calidad de distractores de la justicia por abusos sexuales y psicológicos reiterados.

Así, la tenacidad de su discurso público contrasta marcadamente con la cobardía y la pasividad ejercida en cuanto a la toma de políticas reformistas al interior de la institución que gobierna.

Da la impresión (siempre infundada, al igual que todas las impresiones) que el Papa argentino no le ha tomado el peso a las denuncias de tales aberraciones, prefiriendo resguardar la cómoda amistad y compañerismo florecida con algunos clérigos en sus años de juventud antes que disponer los antecedentes de los victimarios a la justicia ordinaria para facilitar el esclarecimiento de los delitos. Pero dicha impresión sólo aborda un plano humano, meramente psicológico, casi individual.

La Iglesia Católica también es parte del sistema. Todos sabemos que actualmente (y es muy probable que siempre) el Vaticano, de manera similar a cualquier otra institución político-económica, ha estado atravesada por intereses creados, por poderes no-dichos, por manos inconfesables manos negras. Lo que se expresa en el discurso es sólo lo que vemos, lo evidente. E incluso en ese mismo discurso, durante muchas décadas ( discurso emergido incipientemente los años posteriores a la Rerum Novarum y manifestándose con real fuerza sólo después de Vaticano II), hemos presenciado un parpadeo inconsecuente, una batalla no declarada, entre los defensores de un conservadurismo radical, lacayo de poderes económicos y de valores obsoletamente descarados, y quienes abogan por una Iglesia nueva, abierta a la periferia geopolítica, comprometida con visibilizar las demandas de los excluidos, compañera en la causa de los sufrientes, en fin, lectora de los signos de los tiempos.

Esta última mirada más sistémica, menos ingenua, logra hacernos apreciar el carácter institucional de la Iglesia y con ello también sus pugnas internas. Pugnas que van desde aspectos valóricos hasta beneficios económicos, desde visiones metafísicas y doctrinales hasta deseos de conservación política.  De esta manera, no es Francisco quien por su propia persona (lidad), por ceder a la carga paralizadora de deudas emocionales, por transformarse en una víctima más de un residual fantasma relacionado con otro tipo de abuso de poder, no haya podido realizar un cambio concreto y radical dentro de la estructura de la Iglesia. Más bien es al revés: la Iglesia misma, la institución más sangrienta y macabra de la historia de Occidente,  la que elevó por siglos pompas de esperanza universal mientras se llenaba los labios con la espuma rabiosa de un resentimiento inconfesable, es la que impide esa transformación debido a la primacía de un conservadurismo histórico que aún se mantiene dentro de su alta jerarquía. Francisco, así, sólo es un peón más dentro del tablero político actual del Vaticano. Hace lo que debe hacer en la medida de lo posible, en su actuar limitado e incluso servicial, en la proyección de una imagen y en la impermeabilidad de una estructura.


Humano, demasiado humano: Francisco, el jesuita, no alcanza.