“Pero el día del Señor vendrá
como ladrón en la noche; en el cual los cielos pasarán con grande estruendo, y
los elementos ardiendo, serán deshechos, y la tierra y las obras que en ella
están, serán quemadas.” (2 Pedro 3:10)
I SOLILOQUIO
Aún estoy a tiempo. Quiero creer
que es así. Aunque a ratos lo dude con
el clamor de la angustia y a otros ratos ni siquiera me interese salir
de allí, creo que todavía puedo salvarme. ¿De allí? ¿De dónde? ¿Hacia dónde?
II FICCIÓN
Intenté escupir en las manos de
un mendigo. Buscaba alguna redención, una salida, el pacto con el demonio capaz
de hacerme ir y llegar nuevamente. Lo vi desde lejos y caminé hacia él. Arrodillado
en las escaleras de la estación de metro, con sus hedores subiendo por los semáforos
de la ciudad, sin poder mantener la mirada fija y escondiéndose entre la curva
vacía que dibujaba la silueta de sus dos perros, el mendigo presintió mi
llegada. Creo que también olfateó mis intenciones. Yo no había planificado cómo
hacerlo; no había método ni plan perfecto; pero entre el vértigo de mi
desesperación, sentí el incontrarrestable caudal de un llamado sagrado que
emanaba de mí mismo. Me paré frente a él por unos segundos sin importarme la
opinión de los transeúntes, apreté fuerte los labios sintiendo cómo se clavaban
mis dientes en ellos. Reviví en un segundo el odio de mi infancia, el resentimiento
ante el ciudadano exitoso, la impotencia por los deseos sexuales no
correspondidos, las vergonzosas olas de fracasos que me habían llevado a
naufragar en islas tan lejanas. Cerré mi puño. Lloré de rabia y cerré mi puño.
La paliza era inminente. Él también lo entendió así. Entonces levantó su cabeza
y abrió su palma simulando un encuentro normal. Tal cual como el gusano que,
sabiendo de su riesgo a ser pisado, tiende a enroscarse, a hacerse más mínimo,
más humilde, más débil aún, el mendigo imploró una postrera lástima salvadora. Vi
su rostro ajado. El cabello largo y envuelto en suciedad. Una boca sin dientes que
temblaba en silencio. Tenía los ojos transparentes, cada uno inundado por una
bola cristalina, densa y nebulosa. Era ciego. Por eso pudo oler mi llegada. El
ciego me brindaba su otra mejilla. Vi el rostro de Cristo. Respiré. Y ya no
pude escupirlo. No pude golpearlo ni redimirme ni redimirlo. Al fin y al cabo, nuestras
voluntades seguían hundiéndose juntas en la miseria informe de la lástima.
III DOXA
Sólo en la resistencia al mal el mal
encuentra su oscura virtud: la redención maligna necesita una oposición que la
invite a la lucha, necesita una barrera destinada a ser transgredida. Allí
reside su placer, su sentido sin sentido. No hay violación si antes no existe
la rigidez de la Ley, de cualquier Ley. No hay placer violador sin víctima
resistiéndose al abuso. Pero en este juego de fuerzas y violencias, el poder
nunca es unilateral. Nadie es inocente. Ni siquiera Cristo ni Gandhi. De hecho
son los más culpables, los más malignos, los más viles. Dar la otra mejilla es
la más vil oposición: la oposición de quien ni siquiera se atreve a luchar, la
oposición cobarde de quien niega los términos del cuerpo y de la vida. En fin, es
la oposición encubierta de todos quienes, dado su resentimiento extremo,
prefieren seguir condenado a la apariencia de la nada, de lo imperturbable, o al
placer egoísta de sus delirios sin correr riesgo alguno de hipotecar su verdad,
su creencia.
IV RETORNO
Los otros, como el loco y el
mendigo, ambos ciegos y poseídos de una pródiga visión imaginaria, han sido
violentados por una existencia salvaje que los convirtió en tales. Son víctimas
no victimizadas de un modelo, de una época, de un sistema. En la narración del
punto II el loco busca la salvación de sí y del mendigo: intenta imprimirle un
dolor físico tan grande al último que lo haga salir del anestesiamiento, que
lo haga sentir y recuperar el alma a través del dolor corporal; pero también
intenta que este acto tenga un sentido redentor para sí mismo, anhela sentir la
brisa refrescante de un nuevo valor que se oponga a los valores dominantes, se esfuerza
por verse reflejado en algún fragmento de sentido roto para que le sea devuelta
su imagen o identidad. Así, el loco es desesperada voluntad de verdad más allá
de cualquier moral; y el mendigo es la encarnación sin sangre, insípida, de la
moral religiosa. Pero el loco no puede hacer entrar en su juego al mendigo,
sino al revés: es el valor tradicional de la lástima el que termina absorbiendo
cualquier lucha, cualquier posibilidad de cambio, cualquier redención. La lástima
propia de esta moral religiosa neutraliza toda redención real gracias a la
esperanza de salvación en un mundo irreal (belleza, paraíso, moral). De ahí que
su violencia sea la más vil porque en la superficie de su discurso no hay nada
probable ni refutable, nada que internamente pueda cuestionar la superioridad
de su fe. Cuando los valores se presentan como eternos y perfectos no hay
posibilidad de salida. La genuina (re) presentación de la eternidad, el sentido nuevo
que abre, sólo podrá acontecer en aquel instante en que transgredamos los límites
forjados por los valores tradicionales (en el sexo, en el arte, incluso en la
experiencia mística). Si algún día volvemos a vibrar lo haremos como el ladrón
en la noche.