domingo, 18 de febrero de 2018

Sobre la lástima y su transgresión (cuatro apuntes demenciales)

“Pero el día del Señor vendrá como ladrón en la noche; en el cual los cielos pasarán con grande estruendo, y los elementos ardiendo, serán deshechos, y la tierra y las obras que en ella están, serán quemadas.” (2 Pedro 3:10)



I SOLILOQUIO

Aún estoy a tiempo. Quiero creer que es así. Aunque a ratos lo dude con  el clamor de la angustia y a otros ratos ni siquiera me interese salir de allí, creo que todavía puedo salvarme. ¿De allí? ¿De dónde? ¿Hacia dónde?

II FICCIÓN

Intenté escupir en las manos de un mendigo. Buscaba alguna redención, una salida, el pacto con el demonio capaz de hacerme ir y llegar nuevamente. Lo vi desde lejos y caminé hacia él. Arrodillado en las escaleras de la estación de metro, con sus hedores subiendo por los semáforos de la ciudad, sin poder mantener la mirada fija y escondiéndose entre la curva vacía que dibujaba la silueta de sus dos perros, el mendigo presintió mi llegada. Creo que también olfateó mis intenciones. Yo no había planificado cómo hacerlo; no había método ni plan perfecto; pero entre el vértigo de mi desesperación, sentí el incontrarrestable caudal de un llamado sagrado que emanaba de mí mismo. Me paré frente a él por unos segundos sin importarme la opinión de los transeúntes, apreté fuerte los labios sintiendo cómo se clavaban mis dientes en ellos. Reviví en un segundo el odio de mi infancia, el resentimiento ante el ciudadano exitoso, la impotencia por los deseos sexuales no correspondidos, las vergonzosas olas de fracasos que me habían llevado a naufragar en islas tan lejanas. Cerré mi puño. Lloré de rabia y cerré mi puño. La paliza era inminente. Él también lo entendió así. Entonces levantó su cabeza y abrió su palma simulando un encuentro normal. Tal cual como el gusano que, sabiendo de su riesgo a ser pisado, tiende a enroscarse, a hacerse más mínimo, más humilde, más débil aún, el mendigo imploró una postrera lástima salvadora. Vi su rostro ajado. El cabello largo y envuelto en suciedad. Una boca sin dientes que temblaba en silencio. Tenía los ojos transparentes, cada uno inundado por una bola cristalina, densa y nebulosa. Era ciego. Por eso pudo oler mi llegada. El ciego me brindaba su otra mejilla. Vi el rostro de Cristo. Respiré. Y ya no pude escupirlo. No pude golpearlo ni redimirme ni redimirlo. Al fin y al cabo, nuestras voluntades seguían hundiéndose juntas en la miseria informe de la lástima.

III DOXA

Sólo en la resistencia al mal el mal encuentra su oscura virtud: la redención maligna necesita una oposición que la invite a la lucha, necesita una barrera destinada a ser transgredida. Allí reside su placer, su sentido sin sentido. No hay violación si antes no existe la rigidez de la Ley, de cualquier Ley. No hay placer violador sin víctima resistiéndose al abuso. Pero en este juego de fuerzas y violencias, el poder nunca es unilateral. Nadie es inocente. Ni siquiera Cristo ni Gandhi. De hecho son los más culpables, los más malignos, los más viles. Dar la otra mejilla es la más vil oposición: la oposición de quien ni siquiera se atreve a luchar, la oposición cobarde de quien niega los términos del cuerpo y de la vida. En fin, es la oposición encubierta de todos quienes, dado su resentimiento extremo, prefieren seguir condenado a la apariencia de la nada, de lo imperturbable, o al placer egoísta de sus delirios sin correr riesgo alguno de hipotecar su verdad, su creencia.

IV RETORNO


Los otros, como el loco y el mendigo, ambos ciegos y poseídos de una pródiga visión imaginaria, han sido violentados por una existencia salvaje que los convirtió en tales. Son víctimas no victimizadas de un modelo, de una época, de un sistema. En la narración del punto II el loco busca la salvación de sí y del mendigo: intenta imprimirle un dolor físico tan grande al último que lo haga salir del anestesiamiento, que lo haga sentir y recuperar el alma a través del dolor corporal; pero también intenta que este acto tenga un sentido redentor para sí mismo, anhela sentir la brisa refrescante de un nuevo valor que se oponga a los valores dominantes, se esfuerza por verse reflejado en algún fragmento de sentido roto para que le sea devuelta su imagen o identidad. Así, el loco es desesperada voluntad de verdad más allá de cualquier moral; y el mendigo es la encarnación sin sangre, insípida, de la moral religiosa. Pero el loco no puede hacer entrar en su juego al mendigo, sino al revés: es el valor tradicional de la lástima el que termina absorbiendo cualquier lucha, cualquier posibilidad de cambio, cualquier redención. La lástima propia de esta moral religiosa neutraliza toda redención real gracias a la esperanza de salvación en un mundo irreal (belleza, paraíso, moral). De ahí que su violencia sea la más vil porque en la superficie de su discurso no hay nada probable ni refutable, nada que internamente pueda cuestionar la superioridad de su fe. Cuando los valores se presentan como eternos y perfectos no hay posibilidad de salida. La genuina (re) presentación de la eternidad, el sentido nuevo que abre, sólo podrá acontecer en aquel instante en que transgredamos los límites forjados por los valores tradicionales (en el sexo, en el arte, incluso en la experiencia mística). Si algún día volvemos a vibrar lo haremos como el ladrón en la noche. 

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