Vivir el tiempo histórico que abre la revuelta implica no dejarse aturdir por los moralismos pastorales vigentes anteriormente, y a través de los cuales se nos condujo, ciegamente, durante décadas. Ni ciudadanos, ni consumidores, ni electores, menos individuos: devenimos vida inclausurable, irreductible a cualquier sustantivo; vida sin sustancia.
Estar a la altura de la revuelta no es sinónimo de cumplir con código de manuales (como el monaguillo) ni con un comportamiento previamente determinado (como la disciplina militar); no hay sinónimo para estar a la altura de ella, las palabras mismas parecen descentrarse, trastornarse en la experiencia callejera y ardiente, para, así, indagar nuevas poéticas y lenguajes. Lo que hay, sin duda, es una apertura de pensamiento y una disposición a la acción, donde pensamiento y acción devienen carcajada y desborde, imaginación de una nueva vida y suspensión de todo sentido trascendente a la historia, y también destitución de toda certeza y cotidineidad, de toda sensación gastada, carcomida por una temporalidad de la rutina neoliberal. Estar a la altura de la revuelta significa ponerse a tono con la ruptura de tono, con un tiempo sin sentido externamente introducido, sin simetrías ni repeticiones, con un tiempo que no es condicionado por nada fuera de sí, sino que opera desde sí mismo, siendo él el portador de sus condiciones de posibilidad.
Ello también podría contrastarse con una visión teórica. Si 1) la historiografía positivista enfatizó la fuerza de los acontecimientos como hechos movilizadores protagonizados por las elites políticas en plena omisión de los sectores populares, y si 2) el cruce de fenomenológico y hermenéutico, con su hermenéutica acontencial, reactivó la noción de acontecimiento entendiéndola mucho más allá de una posibilidad intramundana, mucho más allá de un camino que se puede tomar dentro de la existencia, para enfatizar su potencia generadora de posibilidades, es decir, para mostrar su rol de matriz posibilística y, por ende, de emergencia de otro mundo con un sentido completamente nuevo, entonces, la revuelta popular es un acontecimiento en negativo. En efecto, lo que hace no es proseguir la línea del progreso histórico, ni ascender un paso más en virtud de la aproximación infinita a un télos ideal, cumpliendo con su moralina y siendo dócil a su episteme, a las clases dominantes y a los discursos que de ellas se derivan; lo que hace es suspender ese trayecto temporal, ese paso a paso, ese pronóstico escalonado, pues, precisamente, es ella la que impone un horizonte nuevo, no manipulable ni gobernable, caótico, equívoco y nunca del todo traducible. El acontecimiento negativo, la revuelta, destituye al poder gobernante, desdibujando sus contornos, transgrediendo la clausura de su figura (la Constitución, la ley, la productividad económica, el orden público, la moral pastoral). Y lo hace derrochando, sin calcular el gasto en el uso imaginativo de la potencia expresiva (grafitis, poemas, coreografías, cánticos, marchas, mutilaciones de ojos, pérdidas de vidas). Por eso mismo, la revuelta se halla al margen de la pureza, antes de toda moral pedagógica, nietzscheanamente, más allá del bien y del mal.
A estas características –que en realidad son potencias- la sociología del orden le llama anomia, caos, infantilismo, terrorismo, o, cuando lo pone en perspectiva, malestar. Tal sociología intenta darle rostro a esa máscara que muta, revelando su propio acto egoísta en la pretensión de darle un rostro fijo, estable, disponible a ser manipulado a una revuelta tan contradictoria como pluriforme, tan excesiva como incapturable.
En la revuelta no impera organización ni programa estructurado, no hay petitorio ni exigencias punto por punto, ni movimientos sociales ni vanguardia revolucionaria; tampoco puede llamarse estallido a ese carnaval de furia que se intensifica en las calles y en los cuerpos, que destruye la segregación citadina y el orden moral para mostrarnos que la precariedad de la globalización neoliberal no es la única existencia posible. En la revuelta impera el desgobierno, la espontaneidad rabiosa, la expresión efervescente y la capacidad de hacer explotar las identidades, de volver, quizás como nunca y siempre por primera vez, a hacer la experiencia orgásmica de lo común. Nunca impera el miedo. Y todo lo grande, lo que asombra, lo que irrumpe, lo hace intempestivamente, siempre a nuestras espaldas, cueste las vidas que cuesten, sin reparar en Iglesias ni pastores, en cálculos ni en proyecciones. Es pensar-habitar a contrapelo de las certezas, de la normalidad y también de las normas, tal vez sólo inspirados, por un acto imaginativo común, el cual nunca se reduce a comparar y separar las imágenes de lo imaginado. En una palabra, la revuelta acontece contra toda secuencia historiográfica, haciendo posible lo imposible, lo que nunca pudo preverse: impulsándonos a rodar por un mundo nuevo y permitiéndonos devenir más que ser.