Hace poco más de un mes se produjo en Italia un penoso caso. Dos chicas gitanas se ahogaron en una concurrida playa de dicho país. Habían pedido limosna durante toda la mañana y luego de eso decidieron entrar al mar para refrescarse; para jugar a que por algunos minutos todo era agua marina y lo demás se olvidaba. Lo peor no fue que hayan muerto (quizás era su única forma de descansar): lo peor fue la indiferencia con que los concuerrentes a la playa y testigos de sus cuerpos vacíos (no) afrontaron el hecho. Recuerdo las palabras que un amigo me dijo: "en algunas sociedades se vive la muerte de la muerte". Es decir la desaparición de los ritos y creencias que antes conllevaba el acontecimiento de morir. Lo curioso es que este tipo de actitudes, en un mundo globalizado y en el que la técnica ha carcomido el espíritu de sus habitantes, se da mayoritariamente de "los unos a los otros", entendiendo por "unos" a los que forman parte de una misma cultura identitaria y por "otros" a aquellos que se ven como exoticidades provenientes de latitudes y tradiciones extrañas.
La crudeza de estas escenas se enmarcan en un plano mayor. El gobierno de Berlusconi se ha esmerado en achacar toda responsabilidad de delincuencia a los gitanos, esos -según los partidos de derecha- inmigrantes eternos que nunca se integran a la sociedad moderna. Así, ha sacado militares a la calle. También ha puesto mano dura a la inmigración, consecuentemente alentando un discurso de identidad nacional, justo cuando el concepto de Estado-Nación se encuentra en crisis.
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Haciendo un poco de Historia.
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En el Siglo XIX, con la consolidación de los Estados-Nacionales y el correlato de la filosofía idealista, se supo que para dar estabilidad a un territorio político centralmente gobernado no era necesario solamente el lazo geográfico-económico que generaran las personas con su espacio habitable. Se necesitaba más. Es así como nace el sustento ideológico del Estado-Nación, la patria. Esta noción apuntaría a mirar el sitio habitado ya no meramente como un recinto físico en el cual se vive, sino como un territorio político y poético: la patria era el espíritu identitario, la esencia que daba sentido afectivo y compromiso ideológico a los hombres con el lugar en que desarrollaban sus vidas. La Escuela fue el dispositivo fáctico-social donde se inculcó aquel espíritu como si fuese natural, por medio de la enseñanza de la Historia Nacional (casi siempre positivista) y el arte tardo-romántico nacionalista. Obviamente la patria es un discurso normalizado y homogeneizante aplicado a una población de tradiciones y práctica cotidianas muy diversas (por ejemplo: culturalmente un poblador de San Pedro de Atacama es mucho más similar a un boliviano antes que al arquetípico huaso chileno de la zona central) . El acuerdo tácito sería el siguiente: los sujetos circunscritos en un territorio tendrían los mismos derechos cívicos proporcionados por el Estado-Nación (lo cual está muy bien) a cambio de retribuir a éste su lealtad a la patria (lo que es de un autoritarismo tremendo) en sus vertientes política y poética, hasta religiosas en algunos casos. La construcción del discurso patrio incluyó las tradiciones de algunos sectores de la sociedad, con sus prácticas y creencias, pero dejó afuera a otros cuantos, usualmente a las minorías, siendo casi en su totalidad una selección que respondía manipulaciones político-económicas.
Ese modelo perduró durante más de un siglo en todo el mundo occidental. No obstante en la actualidad su validez se halla en tela de juicio. La globalización, tanto económica como culturalmente, es sinónimo de privatización y transnacionalización de los capitales, migraciones, flujos de información, comunicación veloz, aceleración del tiempo histórico (Koselleck). Todo esto, que es nuestro tiempo, se lee en las humanidades bajo la categoría de posmodernidad, o sea el ataque radical a las estructuras racionalistas que fundaron el proyecto moderno ilustrado. La posmodernidad implica un relativismo ético (lo bueno es cada día más contextual), un escepticismo epistemológico (la verdad no es absoluta, sino contingente e interpretativa) y una deconstrucción estética (lo bello se reconoce fragmentariamente). De este modo la homogeneización del discurso patrio se ha ido quebrando. Nuevas voces, antes sumergidas en el silencio de la Historia Nacional Monolítica, han pedido su lugar en pos de una Historia Social; otras voces, antaño recias y despóticas, propia del Viejo Mundo en su mayoría, se van degradando en sonidos guturales y no pueden impedir que se califiquen como híbridas y multiculturales.
No es que actualmente no existan identidades. Sí que las hay. Pero vienen dadas en mucho menor grado por el compromiso nacionalista, sobre todo en occidente. Las identidades contemporáneas son móviles, superpuestas, fugaces, con aristas, contradictorias: clase social, género, ideología política, religión, estética... Estas categorías otorgan mayor grado de identificación que los añejos discursos nacionales, sin ser cada una de éstas homogénea en sí misma. Hay más bien un pastiche, un colage, una mezcla muchas veces incoherente, pero muy dinámica, de valores significativos de cada categoría cultural que contiene micro-identidades, lo cual forma un todo contradictorio y siempre abierto. La fuerza de las categorías mencionadas ha erosionado al discurso de la identidad nacional, gracias a la flexibilidad de micro-identidades y potencia de articulación que presenta, a ratos deviniendo bellas y complejas ficciones identitarias, en contraste con la limitada gama de elección de la retórica del Estado-Nación: la identidad nacional tiene muchos resabios de predestinación y soberbia designativa, al ser un discurso diseñado para la militancia única y exclusiva (los casos de doble nacionalidad se han masificado sólo en las últimas décadas), rigurosa e interiormente bastante poco matizada se vuelve totalizante, aspira a ser una macro-identidad (por ejemplo: cómo si por la ciudadanía o nacionalidad ya se desvelase la mayoría de las tradiciones y personalidad del ciudadano). En cambio, las micro-identidades de las categorías señaladas permiten tanto lo lúdico como lo interpretativo, siendo partes sin un todo que, necesariamente, las tenga que oprimir y regular (esto es aún más patente en los países secularizados, pues la religión también aspira a ser una macro-identidad). Así la hibridez, o en otros casos el sincretismo, otorga la posibilidad de combinar atributos de micro-identidades que muchas veces se contraponen al discurso del Estado-Nación. Y los ciudadanos siguen viviendo en un lugar que no sienten como la prolongación emocional de la patria, sino que conciben el Estado como otra cosa: ese orden social que pide cumplir las obligaciones cívicas y el cual otorga los derechos que instaura la Constitución. De este modo, en cuanto al pragmatismo político se refiere, para constituir un espacio público que permita la multiculturalidad es necesario que los ciudadanos respeten tres principios básicos (¿y universales?): el imperio de la ley, la democracia y los Derechos Humanos.
Ya no se presenta a la identidad como una esencia inmutable que remite a lo que uno es, sino a lo que se está siendo en una Heideggeriana circularidad, en un ser-ahí, con y en el mundo: la apertura y fusión del hombre con la comprensión de las cosas, el estadio inicial de estar "arrojado al mundo" cargado de prejuicios, luego pasando por la afección que hace aparecer fenomenológicamente algo nuevo (en este caso la otredad de las relaciones interculturales), para terminar retornando sorprendido y enriquecido a un sí mismo más extensivo, plural e historizado sobre una nueva comprensión, es plenamente aplicable al diálogo multicultural. Sin embargo nótese, se debe hablar de identidad cultural, no nacional. Ya que el concepto cultura abarca un número mucho mayor de creencias, prácticas y poéticas que el de nación y permite combinar de manera flexible y hasta ambigua los atributos de cada categoría de micro-identidad.
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Olimpiadas
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Veía las Olimpiadas por televisión. Esa supuesta fiesta multicolor y pluralista. Aquel gran Circo del Mundo... Hinchaba por González...Tan precaria es la situación poética del Estado-Nación que el deporte se vuelve la única esfera pública en donde continuamente se mantiene algún residuo de dicho patriotismo. El deporte, aquella técnica de llevar al extremo el cuerpo, aquel intento de transformar el físico en el arte de la dificultad competitiva. El deporte por el deporte, esos brazos y piernas sin discursos, es donde la identidad nacional aflora con mayor éxtasis... Y pienso en esas niñas gitanas que quizás querían nadar hasta Beijing por mar y ríos, acariciando las algas con sus pies, y que cuando llegaran las aplaudieran un poco, muy poco, tal vez sólo como aplauden a los gitanos en el otro circo, en el miserable, en el de verdad.
2 comentarios:
Creo que es inevitable a medida que uno avanza más en el conocimiento, y a medida que uno va interactuando con la gente, descubriendo sus gustos, sus aficiones, sus sueños, darse cuenta de que, adherida al mundo, hay una gigantesca y horrorosa nariz de payaso.
Hay, al menos, dos opciones, creo yo, al descubrir esa nariz.
Tentarse, acariciarla, mirarla detenidamente, casi hechizado, pero al final rechazarla. O agarrarla, colocársela sobre la propia nariz de uno y decir: "Viva el mundo. Somos todos iguales. ¿A qué hora empieza el partido?".
Guau! Qué notable cómo expresas literaria y alegóricamente la problemática de la pérdida de conciencia (o del "principio de realidad", en lenguaje freudiano) en las sociedades capitalistas-salvajes dominadas por la cultura de masas...
Qué bien escribe este judío!!
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