Noche Estrellada (1889) de Van Gogh. |
Vincent Van Gogh.
La luna alumbrando la noche como una lámpara en candente circularidad. Los cerros degradados en ríos. El ciprés elevándose hasta acariciar las estrellas, mientras que el pináculo de la Iglesia, aquella supuesta casa de Dios por y para el hombre, apenas se insinúa tímidamente. El pueblo ahogado en el tumultuoso abrazo de ese cielo marino. Todo parece apuntar a que la naturaleza derrocha más mística que el hombre mismo.
Algunos sostienen el marcado panteísmo que Van Gohg expresa en este cuadro. La Naturaleza como substancia y sentido de Dios. Groseramente eso podría entenderse por panteísmo. Allí donde Él construyó su obra material, el mundo, está la esencia de su Ser mismo. Si utilizamos un tropo literario bien podríamos llamar a este panteísmo un pensamiento metonímico: designar a la causa por el efecto, al obrero por la obra, al artista por el arte. O dicho panteísmo se puede afirmar pragmáticamente en la siguiente proposición: "Dios es lo que hizo". Así, como no podemos acceder plenamente a los códigos del lenguaje divino nos debemos conformar con decodificarlo en lo más originario e impoluto de su obra, lo que aún en el tiempo de Van Gogh parecía prístino justamente por empezar a resquebrajarse: la Naturaleza. Allí reside la fuerza de esta tela de Van Gogh: en una Naturaleza abierta a la trascendencia.
Sin embargo, en esta lectura panteísta se corre el riesgo de caer en alguno de los dos extremos interpretativos. Extremos interpretativos consistente, primero, en el escepticismo radical, es decir, en el ver la Naturaleza como el mero discurso metafórico que habla infinitamente de un Dios que se sabe de antemano que no existe. Segundo: el dogmatismo fervoroso, o sea, la Naturaleza como copia exacta de ese Dios creador, tal cual si fuesen una y la misma cosa en términos simbólicos. Esto último nos lleva a la conclusión cientificista: las leyes de la Naturaleza en términos matemáticos pasan a ser vistas como el lenguaje de Dios. Van Gogh, un hombre atribulado por cuestionamientos místicos, que incluso llegó a ejercer actividades misioneras, nunca tuvo solucionado el tema religioso. Se hallaba a medio camino entre ambos riesgos, el escepticismo y el dogmatismo, oscilando en el área conflictiva que ellos demarcan. Y justamente esta irresolución, este perpetuo buscar sin encontrar, este ir y venir entre un riesgo y otro fue lo que abrió su pintura al desborde, al deseo de traspasar los límites de un estudio metafórico o simbólico-legalista de la Naturaleza para ahondar en un expresionismo místico capaz de preguntarse eternamente por el objeto no encontrado que motiva su experiencia mística y cuya respuesta desesperada resuena mil veces contra lo vacío del abismo.
Miremos el cuadro. El pulso palpitante, con nervio y pasión. El colorido intenso. La pincelada larga y libre en la representación de la Naturaleza, proyectando dinamismo y vitalidad de movimientos. Lo cual contrasta con lo minúsculo del poderío creativo del hombre simbolizado en el pueblo, pueblo que, además, ocupa el único sector del cuadro donde están rígidamente definidos los trazos: los hogares que yacen demarcados en sus contornos otorgan una sensación de continencia, conservadurismo y egoísmo estético al pueblo. Pareciera que todo está vivo menos aquello que fue construido por los vivos, el pueblo. Ello hace de esta pintura un discurso emocional que muestra la fractura hombre/naturaleza (representada, por una parte, en la pequeñez del pueblo y, por la otra, en la epifanía cósmica), y con ella la lejanía espiritual del nuevo hombre, el de la Revolución Industrial, con lo Trascendente. Van Gogh buscará reconciliarse con Dios a través de la Naturaleza, a pesar de nunca poder hallarlo a cabalidad.
Sigamos mirando. En la Naturaleza Van Gogh transmite una exuberancia atormentadamente bella. La relación problemática de los componentes del cielo nocturno repleta de trazos retorcidos, se halla, no obstante, atravesada por una fuerza que tiende a la Unidad. Es como si la acción de que la Naturaleza se expresara en la suma de objetos particulares y divididos los unos de los otros al mismo tiempo revelase un deseo de fusión por medio de la fuerza subyacente del todo místico.
Volvamos. Si a nuestro análisis anterior sumamos la cita inicial del propio Van Gogh sobre la religiosidad simbólica de las estrellas, "Tengo la terrible necesidad de una religión. Entonces voy de noche afuera, a pintar las estrellas".Y dado que esas estrellas entregan frágil esperanzas como chispazos de luz circular, no una luminosidad transversal que inunde toda la tela, podemos concluir que en esta pintura Dios aparece sólo en cuanto promesa y sendero. Estas estrellas se estampan aisladamente, proveyendo de tenue luz a un camino oscuro. Tanta ráfaga, tanto viento, tanta nube en espiral; tanta calidez en el fracaso por llegar a Dios. Un Dios que se busca y no se encuentra.Pero que precisamente por eso mismo se vive. Dios que se insinúa junto al caminante que va hacia Él, pero cuyo camino hasta hoy nunca tiene un fin, no posee un punto de llegada; lo que hay es fe y señales en el camino de esperanza antes que Dios en el destino como certeza. Quizás para Van Gogh, al no poder retratar la contundencia de una aparición divina y al expresar el cielo con esa pincelada caótica en eterno retorno sobre su propio conflicto, el encuentro con Dios siempre esté inconcluso.Y tal vez Dios no sea más que eso, pura religión y relegación de sí mismo: Dios como el camino para llegar a Dios.
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