sábado, 25 de diciembre de 2010

Sobre la "Inmaculada Concepción" de Ribera.

Inmaculada Concepción, Ribera, 1635.
Es bien sabido que la temática de las Inmaculadas surge en el Siglo XVII como una reacción católica ante las críticas protestantes que deslegitimaban la divinidad de María. Así en el arte barroco español, país donde la Iglesia siempre ha tenido un peso exorbitante, las Inmaculadas se pintan no solamente como un ejercicio temático más, como un mero divertimento estético, sino como pilar esencial de la defensa de los principios católicos. Entre las Inmaculadas más célebres de esta época se hallan las de Pacheco, Velázquez, Zurbarán y Ribera. En la presente ocasión reflexionaremos sobre la obra de éste último. 

Si bien las Inmaculadas de Velázquez y Zurbarán poseen esa atmósfera de intimismo sobrecogedor, de minimalismo divino y fragilidad ensimismada, la Inmaculada de Ribera mantiene aquellos rasgos pero con la diferencia de que todos ellos se concentran en torno a María y su cuerpo. Lo que en Velázquez y Zurbarán inundaba por completo la tela de sus Inmaculadas, otorgándole una homogeneidad discursiva ordenada y legible con claridad, en Ribera se ha desplazado exclusivamente al cuerpo ascendente de María: en su mirada fría hacia el cielo como si ya conociera lo que ha de venir, en lo privado del abrazo sobre sí misma como cubriéndose sin motivo de un viento sacro, en todos esos gestos hay algo restringido, hay algo prohibido para el espectador, yace la mueca represiva de quien guarda un secreto. 

En fin, lo que encuentro realmente interesante de esta Inmaculada es que dicha disposición de intimidad contrasta radicalmente con el entorno que la eleva haciéndola dejar atrás la sombría y desolada tierra. Pareciera ser que entre esos angelicales querubines, en el dorado esplendor de los cielos, en el templo florido que asoma a la izquierda, parece ser que en todo eso el mundo se abre, florece la epifanía. De este modo, la lectura que me fuerza a realizar Ribera desde el aquí y ahora es que lo divino no yace tanto en María sino en la apertura cooperativa de los unos a los otros que es lo que propicia su elevación. Es precisamente en el sentido de comunidad, de hermandad, de colaboración recíproca donde emerge lo divino. Pero este principio de cooperación viene a ser dirigido jerárquicamente por el Señor que de arriba del cuadro ordena la ascensión con su brazo derecho extendido. Así, la cooperación y la hermandad nace como una respuesta: se responde a un principio ético, a una verdad sentida, en este caso los querubines responden a Dios.

¿Y a quién responder cuando Dios ha muerto?  En la posmodernidad el modelo es el inverso al del Barroco. Ya no se debe responder. Se debe aseverar. Sólo se justifica la respuesta cuando hay un alguien preexistente que pregunta, que ordena. El problema es que en la posmodernidad ya nada preexiste al hombre que no sea el lenguaje. Dios se ha tornado lenguaje inverificable: Dios se ha tornado constructo. 

Por eso mismo la fría desconfianza de María en Ribera puede leerse como el presagio de una época que advendría. Un cuadro Barroco que escondiera el secreto de su propia finitud, una obra que vaticinara el agotamiento de su más artificioso mensaje católico. María contrapuesta a lo divino, la humanidad en oposición a Dios. Tal vez ese sea el secreto que María guarda abrazándose a sí misma: en su corazón contiene la certeza de que su substancia no es divina, de que lo divino es un constructo, de que lo único que roza lo divino es la unión de un pueblo con santos mundanos, ya sin Dios hegemónico que dicte sus discursos revelados de modo descendente.  

¿Habrá sido ese, Inmaculada de Ribera, el secreto visionario que con tanta decepción seguías presionando contra tu pecho?

jueves, 23 de diciembre de 2010

La Literatura Nazi en América: bios y grafías.



Ahora en vacaciones me desintoxico de tanta -y muchas veces tan tediosa- filosofía y tomo un par de libros de literatura latinoamericana.

Acabo de terminar de leer La Literatura Nazi en América, inclasificable libro de Bolaño. Debido a su título a primera vista se podría pensar que se trata de un libro de ensayos. Pero no. Bolaño erige todo el corpus de una corriente literaria, habitante en las luces y sombras del continente, dándonosla a conocer gracias a biografías inventadas de personajes inexistentes, a modo de manual de literatura.. Y lo hace con tal talento narrativo, con tanta ironía a la vez que incrustando leves pinceladas de descripciones poéticas, que la inicial expectativa de encontrarse con un ensayo pasa raudamente de la casi intocable decepción a la más enérgica absorción que hace el libro de la atención del lector. Historias apasionantes de escritores militarizados, de poetas que devienen dementes, de barristas de fútbol amantes de la literatura paródica, de artistas ultranacionalistas que elogian a la muerte.

Hallo especialmente interesante esa capacidad de Bolaño -heredada de Borges, claramente- consistente en utilizar técnicas que intensifiquen el efecto de realidad dentro de la problemática de la ficción. Así, inserta una serie de personajes ficticios en plena relación, en un habitar intrínseco, con una serie de acontecimientos reales estratégicamente señalados (la Guerra Civil Española, la dictadura chilena y argentina, etc.). Esto nos viene a recordar que ficción y realidad no son opuestas entre sí, sino que la primera habita allí donde la segunda ha dejado un espacio vacío a ser llenado: la ficción se anida en los recovecos que la historia no ha sido (y jamás será) capaz de solventar, pues ambas se retroalimentan en la dialéctica texto/contexto. De este modo es la realidad de la Historia la que presta de un contexto a Bolaño por el cual hace transitar a sus personajes, personajes que son el sutil reflejo de un espejo inexistente. A la vez que es el texto de Bolaño, su propia inventiva ficticia, lo que abarcando a la realidad puede consumarse en obra de arte y, así, hacernos comprender desde la ironía el acontecer histórico como posibilidad antes que como concreción.

En fin, si al contrario de como hemos señalado hasta el momento adoptamos una postura excluyente entre realidad histórica e invención ficticia La Literatura Nazi en América podría ser vista, en consecuencia, de dos ángulos distintos. Desde la Historia podría ser mirada como un manual que al recoger biografías ficticias lo único que hace es estampar grafías sin bios: la vida no existe, todo es texto. A su vez, si nos invertimos parándonos en el otro lado del espejo, el de la ficción, podemos decir que en dicha obra todas las biografías no son más que bios sin grafías: ya que la vida de los autores queda plasmada por Bolaño, pero las obras que se citan se mantienen en lo ignoto. Pero esto ignoto de las obras citadas también puede leerse como una invitación al lector: la invitación de la posibilidad de hacer su propia grafías ante una bio prestada, preexistente en la cabeza imaginativa de Bolaño y, gracias al libro, de todos los lectores. En síntesis, escribir lo no escrito a partir de lo ya escrito. Es decir, otro gran juego de espejos.

martes, 3 de agosto de 2010

Cuatro Apuntes sobre la Trascendencia.

La Muerte de Sardanánaplo, Delacroix.
"Un poeta lo puede soportar todo. Lo que equivale a decir que un hombre lo puede soportar todo pero no es verdad: son pocas    las cosas que un hombre puede soportar. Soportar de verdad. Un poeta, en cambio, lo puede soportar todo. Con esta convicción crecimos. El primer enunciado es cierto, pero conduce a la ruina, a la locura, a la muerte." (Roberto Bolaño, Llamadas Telefónicas)

Según un personaje de Bolaño hay dos cosas inextinguibles en esta vida: (1) las ganas de leer y (2) las ganas de follar. Yo agregaría (3) las ganas de escuchar a Bach y, tal vez, (4) las de jugar ajedrez.

Si se piensa bien, cada una de estas cuatro acciones tienen la facultad de ser una finalidad en sí misma y comprender a las tres restantes a la vez. Tal vez las cuatro nos hacen comunicarnos con la trascendencia. O, en palabras de Bataille, hacen de nosotros, seres mundanalmente discontinuos y fracturados en categorías de sujeto/objeto, aspirar a la continuidad, a ese imperecedero afán dionisíaco de fusión con la unidad del kosmos.

1) La lectura, al forzar la competencia imaginativa, nos obliga a darnos al texto para unirnos con éste en un diálogo transtemporal. Todo el posible florecimiento del espacio literario está determinado por la temporalidad del lector: el lector es un reconstructor: siempre recibe una obra inacabada que termina por moldear. Nosotros mismos traicionamos y trascendemos al autor.

2) Hasta en el sexo más brutal, hasta en la orgásmica de la necrofilia o la violación (acciones que están constituidas por el violento exceso de individualidad antes que por la aceptación de un otro) siempre hay una búsqueda de la trascendencia. Eso tiene mucho de romántico (en el sentido de Göethe, de superación de límites), de faústico, de condena infernal. Es curioso que el sexo esté constituido por el soporte del cuerpo, para luego, llegado el orgasmo, aspirar a superarlo embelesándose en ese éxtasis de pérdida de la determinación del "yo", de olvido de sì mismo. El orgasmo es un instante sagrado de comun propiedad  tanto de Dios y el Demonio.

3) Si es que hay una estética cargada de ética, una belleza del dolor y de la insuficiencia, un contrapunto entre el deseo y la trascendencia, eso se da en Bach. Pareciera que en el pietismo de Bach, en su sufrido anhelo de querer llegar a Dios y no conseguirlo, en su intimísimo viaje a los rincones del alma, el artista hubiese creado otra religión. Si la religión -como siempre he pensado- nunca es Dios mismo sino el camino para llegar a Dios, en Bach -como en Van Gogh- Dios aparece como pura religión. Dios aparece como vacío en el hombre, como sentido para ser llenado antes que como presencia ya consolidada. Ya sea en lo sacro o lo profano, en Cantatas o Partitas, en Pasiones o en el Clave Bien Temperado, la trascendencia está siempre allí, está siempre más allá. Trascendencia que puede ser decodificada en los textos bíblicos (como en las Cantatas) o expresado en dimensión estética (como en los Contrapuntos del Arte de la Fuga, esa obra de suspensión humana).

4) Quizás las cosas que nos hagan movilizarnos con más pasión en esta vida sean las que no sirven para nada. El ajedrez, en tiempo de una razón instrumental exacerbada, de un capitalismo salvaje y cosificador, también se ha dejado invadir por esa estúpida pretensión de justificarlo como un medio para otra cosa. Miles de profesores promocionan el ajedrez en colegios como un garante de desarrollo intelectual, de disciplinamiento ético, de respeto por el prójimo y todas esas necedades del "buen vivir", muy valoradas en una empresa transnacional. El ajedrez, lo tengo que decir, es inútil, sólo sirve para cagarnos la vida, para despertar obsesiones insignificantes, para volvernos cada día un poco más locos. Y, a pesar de todo ello, nadie se arrepiente de jugarlo. A pesar de todo, como la gran mayoría de las cosas inútiles y profundas (¿qué utilidad tiene una sinfonía de Beethoven? Ninguna. ¿Qué más rebosante de "espíritu" hegeliano que una sinfonía de Beethoven? Nada: lo que más amamos en esta vida son las cosas que no sirven para nada), el ajedrez posee una belleza y una plasticidad interpretativa asombrosa. No por nada Saussure y Wittgenstein lo consideran un lenguaje capaz de servir de metáfora de distintos fenómenos linguísticos comunes, campos de estudios propios de la Filosofía del Lenguaje. Así y todo, en ese mar de perversiones, y como dijo un campeón del mundo, el ajedrez hace feliz al hombre. Aunque sea una felicidad pasajera. Y bien sabemos que toda felicidad pasajera no es más que la eternidad concentrada en un instante, es decir pasión e intra-trascendencia. Conocimiento por conocimiento, belleza por belleza sin finalidad práctica, ese es el orgullo del ajedrez que, al igual que la poesía, deviene en ruina, en locura, en la muerte.

domingo, 18 de julio de 2010

Música experienciada: entre la amnesia dionisiaca y la anestesia apolinea.


Glenn Gould, especialista en Bach.

El otro día fui a un concierto. No se me ocurre ninguna experiencia más íntima que estar en silencio, a oscuras, sentado en medio de la nada que conforman mil personas religiosamente atentas escuchando un no se qué melódico que ha traspasado siglos. No creo que haya algo más cercano a eso que normalmente llamamos "espíritu" que la música. El arte conjura la muerte. La música, en su carácter de arte temporal, es el espíritu que aparece como huella desplegada en el tiempo: huella de la inmortalidad vital de un artista del pasado; huella porque su pisada ya se marchó pero antes de marcharse nos dejó su impresión (la música como fantasmagoría, como presencia de algo ido).

La música siempre es más que audición. La música, también, siempre es más que danza. El problema es saber precisamente qué más es. Cuando escuchamos una obra no solamente movemos el pie para seguir el ritmo o levantamos y bajamos rápida y ridículamente las manos como dirigiendo la orquesta. La música es una huella: es la presencia de un ausente: la música puede hacernos imaginar y recordar a la vez. La afección de una obra musical apolínea despierta en nosotros una reacción mucho más que física: nos hace representar (nos) una imagen abstracta, un sueño dirigido, y gozar con esa ensoñación. Cuando, por ejemplo, escuchamos la Pastoral de Beethoven vemos la delicadeza fraternal de los campesinos que se reunen en torno al arrollo. Allí están, podemos verlos, podemos construirlos: Beethoven pone la forma y nuestra imaginación detalla la materia. Beethoven nos dice qué imaginar y nosotros decidimos cómo imaginarlo. Eso que distingo como forma y materia tal vez podría ser equiparable a lo que en fenomenología artística se conoce como la distancia entre la representación y lo representado.

En el goce que despierta una obra musical tenemos, a lo menos, dos formas antagónicas de experiencia estética. Por un lado podemos disfrutar de una audición dionisíaca, en la cual el ritmo de la composición se impone a la melodía y posee al auditor en un acto de pérdida de conciencia, de entrega total al frenesí musical. Es en esta experiencia dionsíaaca donde la música se presenta como amnésica (el olvido de los eventos): no es necesario imaginar ninguna representación figural ya que el ritmo consume al sujeto en una catarsis corporal. Cuando, por ejemplo, escuchamos Las Variaciones Goldberg por Gould al piano somos presa de su endemoniado tarareo, caemos extasiados en una sensualista red contrapuntística que nos resta la posibilidad de imaginar algo, cualquier cosa: el mensaje de la música queda reducido a su puro pathos, a la afección sobre el cuerpo; la música se encarna en danza macabra, en un tarareo demoníaco. Justamente por aquella efervescencia del cuerpo hay una amnesia, un olvido del contenido, el significado de la música se diluye, el exceso de pasión obliga a una relación inmediata con la música que impide la representación de cualquier imagen psíquica. La música se ve imposibilitada de transfigurarse en pintura, escultura o poesía, imposibilitada de ser traducida a cualquier otro modelo de representación. La temporalidad ha absorbido cualquier representación espacial más allá de la danza. Dicho semióticamente: la experiencia musical dionisíaca vuelve a todo la música significante absoluto y carente de signicado: no hay distancia entre la representación y lo representado porque no hay nada que representar. Allí Dionisio (o Glenn Gould, da igual) endemoniadamente poseído, tararea y danza el baile del kosmos, del flujo universal, de la llama heraclitea que unifica toda la existencia.

En la experiencia apolinea aparece el mundo. El ya mencionado ejemplo de Beethoven en la Pastoral es clarificador. La imagen de los campesinos se erige como mediadora entre la música y nosotros. El cuerpo yace suspendido. Por eso mismo podemos llamarla una experiencia anestésica (olvido del cuerpo). Esta es la vertiente metafísica de la música: ante nuestros ojos se levanta un mundo alegórico e imaginario donde la representación florece. Es aquí cuando la música puede desdoblarse semióticamente: lo auditivo es el significante y lo imaginado pasa a ser significado. Así, nuestra imaginación posee un gran marco representativo: la música es una invitación, una alegoría a ser representada en la privacidad simbólica de cada sujeto. Decodificamos las notas en imágenes y lo que nos emociona es el poderío de las imágenes que nosotros mismos (y nuestro incosnciente) hemos construido. En la experiencia musical apolínea nos hacemos partes activos de un mundo. Pero, como bien lo divisó Nietzsche, esa actividad es metafísica, idealista, es decir una negación de los impulsos vitales de la ritmicidad dionisíaca. La anestesia nos postra en la cama y ya no nos permite bailar: lo único que nos queda, pues, es imaginar. En ese mundo privado, y de cierta manera incompartible, es donde habita la encrucijada de la inteligibilidad musical: la distancia entre la representación (lo que nos imaginamos, lo que vemos) y lo representado (aquel concepto universal que el compositor puso allí, en la música y en nostros, como alegoría).

viernes, 9 de julio de 2010

Terremoto: lo horrible, lo hermoso y lo honesto.

Centro de Valdivia tras terremoto de 1960


Los terremotos son impredecibles. No se puede pronosticar qué día, cuál hora, con qué intensidad, en cuál lugar precisamente se engendrará el caos. Hay mucho horrible en eso. Hay otro tanto de hermoso. Y quizás un poco de honesto.
Lo horrible es que una facticidad, en un tiempo donde la tecnología parece inundar todas las prácticas humanas y naturales, nos amenaza con destruir lo que hemos levantado, nos amedrenta a volver al origen: si la edificación de la cultura se caracteriza por romper con la naturaleza de lo dado, y si la filosofía, desde Descartes, nos habla de un sujeto moderno constituido en un cogito autorreflexivo, el terremoto es la voz de ese caos primordial, la aparición de lo mítico y lo incondicionado, de lo primitivo irreductible a la razón. La superación de cualquier predicción y la destructibilidad de la amenaza hacen del terremoto algo horrible.
Al final de sus años Heidegger dio una entrevista que se publicó póstumamente. En un momento le preguntan por la técnica. El entrevistador lo encara de modo hiriente: le señala que a pesar de lo crítico que el filósofo puede ser con la técnica tendrá que reconocerle un valor: la técnica funciona. Heidegger contesta en concordancia con la descripción de su entrevistador, pero no con su juicio: le responde que justamente ese es el problema de la técnica: que funciona. Heidegger apunta a la pérdida de experiencia, a la cosificación y olvido del ser que conlleva un mundo tecnificado. A través del imperio de la técnica , de su consolidado funcionamiento, la vida queda sumida en una anestesia de los sentidos vitales donde los fenómenos se leen en coordenadas de objetos instrumentales, predecibles y reducidos a su mera utilidad. Si es que hay mucho de horrible en un terremoto también hay mucho de hermoso. En cierta medida se produce una aletheia (des-ocultamiento) del ser: al no funcionar la técnica en el terremoto el mundo parece genuino y puro nuevamente, capaz de sorprendernos y arrebatarnos de toda avaricia. Danzamos un solo baile con el mundo; aparece lo hermoso del límite de la vida, lo que no puede ser de otro modo: el miedo que provoca estar cerca de la muerte. Allí se devela lo hermoso del sentido prístino de unidad entre el hombre  como ser de apertura y la naturaleza como sobresentido. El terremoto nos asombra a pesar de aterrorizarnos: demuestra que la existencia aún puede poseernos, que la naturaleza aún respira por sobre nosotros.

La honestidad viene después. La gracia de la honestidad es que te muestras tal cual eres pudiendo no hacerlo, dándote chances para mentir y mentirte. El espectáculo de ver a cientos de personas hurtando no bienes de necesidad básicos sino televisores, plasmas, lavadoras de supermercados después del terremoto es, paradójicamente, la revelación de la honestidad de la naturaleza del hombre, se transparenta su esencia ética: ¿qué haríamos socialmente ante la obsolescencia de la sanción? ¿Si no hay castigo seguiríamos teniendo culpa? ¿Si no hay infierno volveríamos a pecar? Si Dios no existe todo está permitido. Fue precisamente allí donde se expresó lo que Hobbes llamaría "la egoísta naturaleza humana". Ante la supresión fáctica del Estado (Leviatán) después del caos del terremoto cada individuo actuó del modo más hedonista posible: en una sociedad de consumo lo material es sinónimo de felicidad, por lo tanto había que robar televisores. El terremoto y sus secuelas no sólo iluminaron la cara honesta del medio natural; también iluminó la honestidad de la naturaleza humana: su búsqueda del placer y disminución del dolor.

Los terremotos son impredecibles. Así que buscaré lo que yo sí dije, lo que escribí en Facebook esos días. Cuando no podemos mirar para adelante con claridad vale el consuelo de mirarnos un poco al espejo y contemplar con leve extrañeza aquel lunar, aquella cicatriz aún cruda que recuerda la herida. Dejo aquí mi testimonio, a modo de pequeño diario.
28 de Febrero 2010:
Hace años, en un libro usado, leí que uno de los significados etimológicos de la palabra "catástrofe" en griego era algo así como "poner lo que estaba arriba, abajo". Es decir, romper cierto orden preexistente. Si en este terremoto alguien ha roto algo, esa ha sido la naturaleza. Si en la naturaleza alguien ha roto más de algo, hemos sido nosotros, los racionales occidentales. Pongamos lo de arriba, abajo.
08 de Marzo 2010:
Y cuando el terremoto acaba sigue temblando tu alma. Te miras a lo que queda de espejo: tú, tus ojos y el espejo quebrados. A veces para de temblar por un rato. Vuelves a recorrer tu casa y notas que te gustaría meterte por unos cuantos meses en esa nueva grieta del baño esperando que todo pase en calma y oscuridad. La naturaleza tiene la virtud de hacerse temblar sin miedo, y de hacernos temer y temblar.



lunes, 8 de febrero de 2010

Insomnio y Angustia.

Autorretrato de Francis Bacon (1971)


"El insomnio te coloca fuera de la esfera de los vivos, de la humanidad. Estás excluido...La vida sólo es posible mediante la discontinuidad. Por eso soporta la gente la vida, gracias a la discontinuidad que da el sueño."
Emile Cioran

Anoche no pude dormir. Hoy debo ir a jugar ajedrez. Mañana quizás duerma. No importa. Hoy perderé en el tablero y escribiré mal. Pero no importa.

El insomnio es osadía y castigo a la vez: rompes el ciclo de la vitalidad natural, del darse cada día y repararse cada noche, y te rompes a ti mismo. Es como un designio mítico, órfico: la única manera de conocer el infierno es sufrirlo. La experencia insomne nos plantea, además, la angustia del límite, la fatal insatisfacción del deseo. En ella se presenta la contradicción de la voluntad: mientras mayor sea el deseo de dormir más lejos se estará de concretar el deseo. Por eso el sueño se basa en un olvido de si mismo, en un abandonarse: sólo se vuelve a encontrar en la calidez del sol matutino quien supo perderse en los laberintos nocturnos. Nosotros, los insomnes, estamos cerca del suicidio porque, justamente, también estamos muy cerca,pesadamente cerca de nosotros mismos: nos volvemos una carga para nuestras almas, nos cansamos de algo que depende de no depender de nosotros mismos, del abandono necesario para el sueño.

A primera vista podríamos elaborar la siguiente hipótesis con tal de "estudiar los estudios" del insomnio. Por un lado la facticidad nos impone el límite, la represión al deseo de dormir; por otro, nosotros mismos no somos capaces de limitarnos y seguimos despiertos, muertos en vida. En el fondo, sin embargo, nos damos cuenta que eso que llamamos facticidad -que desde fuera nos determina- no es más que lo que los científicos llamarían sistema nervioso, o aceleración de neurotransmisores, o qué se yo, cosas que no existen en la experiencia. Mientras que la interpretación interiorista del mismo fenómeno, la limitación de nosotros mismos, correspondería a una lectura psicoanalítica. Estamos cruzados por discursos, atravesados por pluralidades de modelos explicativos (cada uno, casi siempre, bastante poco plural con sus pares). En el caso del insomnio estos modelos explicativos son, entre otros, la neurología, el psicoanálisis, los esoterismos astrales y naturistas, la terapéutica poética y la sublimación experiencial . Foucault, siguiendo la línea de Nietzsche, nos enseña que todo es interpretación, con el ulterior problema de que desaparece lo interpretado. Tal vez la angustiosa experiencia del insomnio tenga esa dosis de autenticidad pre-discursiva, una confrontarse desnudo con el límite de la existencia, de ahí su desolación y angustia. Quizás sólo la angustia puede ser siempre lo interpretado, puede tener ese halo de verdad: la angustia ante la muerte y ante la tortura del seguir viviendo, la angustia ante el insomnio y la angustia que es el insomnio mismo.

El peso de la existencia, la sed de ánimo, los ojos rojizos, el sudor de la entrepierna, la vena palpitando en la sien contra la burlesca almohada, la psicosis imaginativa, el pecho vomitando contraídas arcadas...todo hace pensar que tenemos un demonio insomne dentro nuestro, un demonio que nos hace un amasijo de carne y espíritu. El límite, el doloroso desfase entre el sujeto y la realidad que aloja dentro de su propia subjetividad, nos trae a la memoria la desconcertante frase que Freud acuña para referirse a la pérdida de autonomía y primacía del inconsciente: "el hombre descubrió que ya no era amo ni en su propia casa".

Y acabamos de utilizar a Freud como un consuelo, como un mero instrumento de sublimación que embellece el dolor en esos instantes en que la vida transita a paso lento, a paso de muerte, insomne, como mis dedos y palabras en este día.


sábado, 2 de enero de 2010

Espectacularidad e Intimidad.


Fue año nuevo. Vimos los fuegos artificiales. En realidad yo no los miraba. O mejor dicho, los miraba pero pensaba en otra cosa. Miles de personas emocionadas porque ven unas lucecitas de colores. Yo pensaba en Dalí, en todos los que lo llamaban con desdén un mero efectista, un malabarista del inconsciente. Hay una relación extraña entre el elitismo y erudición simbólica de Dalí y la burda simpleza estética de los fuegos de artificio: ambos tienen la capacidad de causar estados catárticos en las personas, uno a través de ribetes metafísicos, los otros gracias a la atmósfera de espectacularidad que traen impresos. A pesar de que Dalí sea finalmente un gran artista (y quizás mejor escritor que pintor), mientras que las lucecitas del devenir no son más que una frívola artesanía, los dos traen consigo la marca de la liberación. Dalí libera por medio de la técnica puesta al servicio de la comprensión arquetípica del inconsciente, de los mitos. Los fuegos liberan en tanto prometen un futuro siempre mejor.

Vivimos en una cultura del espectáculo. Los fuegos de artificio tienen más de 5 mil años. Dalí fue uno de los más grandes del XX, pero eso es irrelevante, pues pintó estructuras universales, más allá del tiempo y el espacio, donde los personajes sólo eran marionetas al servicio de las ideas. Pareciera ser que tras los fuegos se esconde una visión cíclica del tiempo, un eterno retorno a la novedad, una necesidad de forzar lo mismo como si fuera único; de otro modo es inexplicable que todos los 31 de diciembre hagamos lo mismo, que recordemos como siempre para luego olvidar como siempre con tal de esperar que algo suceda. Sucede lo de siempre: esperamos lo esperado.

Y así, mientras pensaba todo esto ahogado en el bullicio festivo, mientras ya no sólo me acordaba sino que temía encarnar esa gran metáfora del arte que Dalí plasmó como el Gran Masturbador, alguien me tomó del brazo, me dijo"Aldo, hueón...". Era Joaquín, mi amigo de la U. Con el mismo Marlboro de siempre, más alegre que de costumbre, y cariñoso como nunca. Nos abrazamos, intercambiamos tres palabras y se tuvo que ir. Me sentí tocado. Tocado por la existencia, arrebatado de mis fantasmagorías teóricas, del egoísmo involuntario que a ratos se torna el reflexionar mucho sobre algo. Después pensé en muchas cosas más, en mis deudas con él, en sus deudas conmigo. Pensé en ciertas coincidencias, que algunas veces son gestos de quién sabe quién. Pensé que a Joaquín le gusta Levinas. Después recordé su rostro y todo calzó con el infinito. El infinito se presenta como un otro, como un amigo irreductible, es lo que te salva de ti mismo, del tiempo, de las falsas novedades; el amigo es la novedad eterna de aquella fuente de agua que pensabas haber bebido entera.