Estando en la cárcel aprendió más que en cualquier otro lugar. Aprendió que su cuerpo, repleto de cicatrices y sinsabores, de todos modos removía sodomíticas pasiones entre los otros cuerpos, los de sus compañeros. Aprendió que por mucho que Dios nos ame la realidad está más acá que cualquier libro sagrado y más allá de todo milagro. Aprendió, finalmente y sólo por un par de segundos, que en caso de incendio no hay salida de escape, que nadie abre la puerta, y que los hombres, esa raza amante de los objetos y temerosa de su prójimo, jamás volverán a ser hermanos. Este último conocimiento le costó la vida. La explosión fue considerable; su muerte, hoy en día, desconsiderada.
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