Lo reconozco. Estoy convencido de
algo. Estoy convencido de ése algo con toda la certeza acrítica y ciega que
implica la convicción y con toda la indeterminación que se evidencia al
denominar un fenómeno específico con la palabra “algo”. “Estar-convencido-de-algo”
es siempre riesgoso porque, si se lee bien, puede evidenciar la tensión entre dos
polos que muchas veces no son capaces de articularse entre sí: por un lado el
polo de la convicción, esto es, del dogmatismo, y por otro lado el polo
consistente en llamar “algo” a un fenómeno que siempre es mucho más que simplemente
“algo”, o sea, el polo del escepticismo.
Pero prosigamos con lo nuestro. De
lo que me encuentro plenamente convencido es que sin arte, sin literatura, sin
filosofía, es decir, sin esas expresiones humanas que, en un movimiento
sumamente arbitrario, caracterizaré aquí bajo el término de “algo”, capaz
siempre de sobrepasarse y excederse siempre a sí mismas, a su propia
“algocidad”, la existencia sería menos soportable. Menos soportable y también
menos enjuiciable. El arte y la filosofía, o la filosofía como arte, nos
permiten mirar tanto la caleidoscópica verdad de cada uno de los horizontes de
sentidos que forjamos a través del existir como también retratar nuestra
aterradora experiencia de silencio derivada del abismo del sinsentido. Por
ello, la convicción expresiva, el “estar-convencido-de” es valentía mezclada
con cobardía: el deseo de poseer la verdad de la cual carecemos. La valentía
reside en nuestro impulso inagotable por buscar o construir sentidos
trascendentes a nuestra precaria finitud; la cobardía reside en lo mismo: en
nuestro impulso inagotable por buscar o construir sentidos trascendentes a
nuestra precaria finitud. Eso significa que en el “estar-convencido-de”,
artísticamente convencido, opera la fuerza subterránea de un ímpetu narcisista:
la de ser o querer ser el eje central de toda la existencia que nos rodea. A su
vez, el “algo” en tanto indeterminación sobre el cual cae toda convicción
expresiva, toda pasión artística, refiere a un grado creativo más avanzado, el
cual asume la imposibilidad de sintetizar lo múltiple en lo Uno, el cual se
desgarra al no poder religar el conjunto aislado de partes en un todo
coherente. En dicha labor, en la experiencia de constatación del “algo” hacia
la cual se halla (pre) destinado todo “estar-convencido-de”, puede atestiguarse
el sedimento particular, el posible éxtasis o la profunda angustia, de esa
pluralidad de sentidos o de aquel radical sinsentido. Así, el
“estar-convencido-de-algo” como inicio y término de la génesis artística,
significa justamente una ganancia de conciencia ante el tono trágico de la
existencia estética en su calidad irreductible a criterios conceptuales. Es el
tipo de conocimiento nebuloso e incesante que emana del arte mismo, desde la
sabiduría honda de lo sin fondo, y no del rigor conceptual de un método científico
a base de hipótesis y observaciones palpables.
Desde una perspectiva más
mundana, me parece que entre la variedad de posibilidades que nos abren estas
expresiones artísticas se encuentra la de trascender el campo disciplinar en
que se insertan y reproducen. O sea, una de las principales formas de
resistencia de lo artístico y lo filosófico ante un diseño institucional que
tiende a separarlos en diversos compartimentos estancos consiste en superar aquel
orden que le es impuesto por medio de un canon epocal en pos de volver a hacer
resplandecer su constante desfase, su vibración nacida a partir de la más
originaria inadecuación. En fin, los destellos resultantes de la fricción entre
el “estar-convencido-de” que emana del artista o filósofo y la recepción de su
obra en calidad de “algo” nunca del todo agotado representan este movimiento.
Así problemas como, por ejemplo,
el del apego a la tradición en estas expresiones humanas no se daría a partir
de un estudio riguroso de la literatura precedente, ni en la exégesis estética
que se afana en rendirle pleitesía a un tiempo pasado para, quizás, acallar sus
culpas presentes en la actitud necrofílica ante ese mismo pasado. Por el
contrario, el primer apego a la tradición se da allí cuando se pone en tránsito
el “estar-convencido-de-algo”, esto es, cuando manifestamos la convicción de
esa pasión y voluntad creativa aceptando de antemano toda transmutación, toda
trastocación del mensaje originario del cual creíamos ser sus amos, el cual
pensábamos que nos pertenecía sólo a nosotros desde su nacimiento hasta su
perecer, aquel mensaje de cuyo sentido creíamos ser la esencia. Eso quiere
decir que el apego a la tradición se da, en una primera y básica instancia, en
tanto hermenéutica del diálogo: en estar dispuestos a decir “yo”, a hablar
desde el tiempo presente y conmovidos bajo nuestra singularidad, pero siempre abiertos
a asumir que mi convicción creativa, que el “estar-convencido-de” terminará disolviéndose
en el eco de un “algo” a los ojos del prójimo. Justamente en eso consiste el
diálogo según Gadamer: no tanto en proyectar nuestras convicciones intentando
persuadir al otro, sino en estar dispuestos a finalizar el diálogo con nuestras
convicciones refutadas, a salir de la comunicación temblando de fragilidad, y
con una actitud de auténtico asombro ante “el-estar-convencido-(sólo) de-algo”.