sábado, 11 de abril de 2020

Semana Santa y pandemia. Cuatro apuntes


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Asumiendo el riesgo simplificatorio que ronda a cualquier reflexión sobre la historia, podríamos decir que el paradigma epistémico que sostuvo a la visión del mundo antigua y medieval fue esencialmente el mismo. Sólo en la modernidad, ya bien entrado el Siglo XVI, puede establecerse un incipiente quiebre paradigmático en los principios rectores de la humanidad, principalmente gracias al conocimiento científico de carácter empírico (mecánico-fenoménico) en reacción al pensamiento dogmático. Anterior a tal evento, la razón y la fe, la filosofía y la religión, pudieron mantenerse íntimamente vinculadas debido a su matriz común: el paradigma onto-teo-teleológico.


El hecho de que los problemas deslizados en la realidad, ya fueran físico o morales, se comprendieran en función de una finalidad metafísica, ya sea en cuanto proceso de la naturaleza o emanación divina, abarca desde Parménides hasta Tomás de Aquino, pasando por los puntos cenitales de Platón y Aristóteles, de Plotino y Agustín. Así, la afinidad entre los modos en que operaba la física Aristotélica, por ejemplo, en comparación con la virtud del Homo Viator medieval, era evidente: ambas ideas evidenciaban un proceso de desarrollo gobernado por una finalidad naturalista e inmanente, pero prometedora de trascendencia. Independientemente que en la Antigüedad clásica se halla erigido el prototipo del “animal racional” como modelo antropológico imperante, mientras que en el Medioevo la Fe haya desplazado a la sabiduría de la razón, el componente estructura de carácter onto-teo- teleológico permaneció intacto: Razón y Fe tendían tanto hacia el Bien y la Justicia, en el caso de la Antigüedad,  así como hacia la Omnisciencia y Omnipotencia de Dios, en el caso del Medioevo. Es cierto que cambiaban sus coordenadas iniciales, de un origen increado a una creación exnihilo, pero en ese juego de intercambios también se mantenía una continuidad: ahora Dios era lo increado, motor inmóvil rebosante de voluntad. 


En el plano moral, por su parte, lo que en la Antiguedad se otorgaba gracias al desarrollo ético, esto, es la felicidad, en el Medioevo era prometido en la medida que la conducta se sometiera a la voluntad divina, la salvación.  Deber y virtud, de un lado; contemplación de la luz divina y alabanza, de otro. En ambos casos, empero, se trataba del sentido y finalidad de la existencia humana, ya fuera en cuanto derivación de la Naturaleza o de Dios.


2


Hoy, en esta Semana Santa que nos halla confinados en nuestros hogares, el tiempo se nos abre para la meditación sobre esto. ¿Qué es la semana santa? La pregunta por el qué remite a la esencia y, desde una perspectiva histórica, la esencia bien puede ser respondida en relación al origen. Así, lo que nos ha marcado culturalmente como civilización occidental ha sido el cristianismo, pero muchas veces oscurecido bajo una capa de presunto acontecimiento histórico intempestivo o, en contraste, de un Plan Divino que lo hilvana con la Historia de la Humanidad, convirtiéndolo en su consumación. Lo que me examinar plantear es ese mismo origen en la medida de un asombro deslavado: ¿acaso el cristianismo pudo haber tenido el éxito que tuvo de no haber sido por la cultura helenística que le allanó el camino? Jaeger respondería que no. La “paideia” cristiana se entronca con la “paideia” griega. Pero ese entrocamiento no sólo es posible debido una filosofía particular, sino gracias a una estructura de visión de mundo común, de una “comundaneidad”. Comunadaneidad que permitirá la emergencia de comunidades cristianas autónomas en lo religioso, superadoras del judaísmo, pero continuadoras del helenismo onto-teo-teleológico. 


3


Así como hay registro histórico que en Oriente hubo mitos anteriores al cristianismo protagonizados por personajes nacidos de una virgen o hacedores de milagros o resucitados al tercer día, es decir, mitos depositados en el cristianismos en calidad de semillas del Verbo, también se vuelve interesante de pensar cuánto de nosotros mismos depositamos en el cristianismo. De ahí que la Pasión y Resurrección de Cristo siempre corra el riesgo de ser representada como una invocación a Dios, proveniente de nuestro deseo de salvación (de creer desesperadamente para evitar el castigo), antes que como alabanza y asombrosa gratuidad (de creer desinteresadamente sin entrever castigo ni salvación). En una palabra: si desmontamos la factibilidad real del cristianismo, su posible efectividad futura, si hacemos caducar desde un inicio su esperanza y su buena nueva ¿se puede seguir siendo cristiano? Pensar al margen de la utilidad; hoy ésa es la cuestión.


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No sólo el cristianismo ha sido capturado por las formas de vida transmundanas volviendo su finalidad de sentido en finalidad de interés, sino que la misma cristiandad ha usurpado a la historia confundiendo, casi hasta la identificación, lo teleológico con lo teológico. ¿Podemos pensar, histórica y hasta genealógicamente, un cristianismo sin estoicismo? ¿Podemos pensar, como bien lo señaló Nietzsche, un San Pablo sin la marca elitista de Platón? Y, en este pensar, ¿podemos pensarnos a nosotros mismos sin Dios, en medio de un desierto vacío y azotado por una pandemia que crece y crece a las afuera de nuestro hogar? ¿Seremos capaces de pensar nuestra esencia sin desdoblarnos, resistiéndonos a objetivar nuestra subjetividad como si allí radicara nuestro origen, nuestra inmaculada concepción? ¿Acaso debemos descartar el pensamiento de raíz, como si nos rengásemos ante nuestro Dios? O ¿tal vez debemos ampliar la razón al cuerpo, superando los límites de uno y otro, para disponernos  a sentir el vértigo de los abismos que se imaginan tras la línea del horizonte? Hoy, en plena Semana Santa, ¿contamos con el coraje de volver tan rápido a la historia y de permanecer en ella, de demorarnos y de habitar en ella, para, como Pablo en Atenas, intentar dibujar el rostro del dios desconocido? 


Como sea, si hoy dibujamos un rostro, que ese rostro sea dibujado sin la pretensión de eternidad ni Paraíso; que ese rostro sea un verdadero rostro, tan trágico como el que le antecedía, y no una máscara, ni una persona ni un padre maximizado. Es decir: que sea capaz de reir, de llorar, de bailar. Incluso que sea capaz de ello al interior de las cuatro paredes de su hogar. Y hasta en medio del desierto de esta pandemia que crece y crece.

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