"Crito y Timarista", estela fúnebre (S. V a. C.) |
Pensar el ser amado, desaparecido, es a la vez dulce y terrible: el
pensamiento se lanza y querría encontrar una respuesta, una mirada; recuerda,
encuentra imágenes, busca su ´real`, recae sobre sí, a veces recupera el valor,
a veces abandona la tarea. Es una plenitud que se cierra.
(Baldine Saint
Girons, El acto estético)
No es la eternidad ni la imagen
permanente lo que guardaremos en el corazón. Se trata más bien del tacto, de
una última caricia asediada, desde el primer día, por la finitud. Como el
hambriento que, antes de devenir esclavo de la gula, intenta retener la
inmediatez de la comida, saborear las texturas que se deslizan sobre su lengua,
con su obsesión y sentimiento de inminente carencia, el espectador habita esta
imagen.
Se trata de una estela funeraria
de Rodas perteneciente al Siglo V a. C. Representa el último encuentro entre
Crito, joven que, mientras inclina su melancólica cabeza, perfila la totalidad
del cuerpo hacia su costado izquierdo, y Timarista, madre de Crito y quien ha
sido arrebatada por el puño oscuro de la muerte. Es una escena de despedida. Es
decir, en cierta medida, es una escena de resignación y de encuentro; no de
desesperación dramática, como la de los patéticos, quienes aferrados a la vida
buscan rebelarse contra su destino. En la escena se concentra la respiración de
los afectos, una tristeza serena, el declive de un cuerpo, el de Crito, que
habitado por la amargura frente a la partida de otro cuerpo, al cual le debe la
vida, halla una respuesta envuelta en irremediable silencio. Y es justamente
ese silencio, el de los labios clausurados de Timarista, el de sus ojos secos y
prontos a petrificarse, a hundirse en un mar de historia, de hallazgos mudos y
de objetos arqueológicos, es ese silencio venidero e impenetrable el que otorga
la posibilidad de que la obra gestualice otro sentido sobre esa misma piedra:
el tacto.
La piedra con sus rugosidades, la
vida con sus relieves, la muerte impregnada de inmensa aridez, el sufrimiento y
la calma de las tumbas, una paz dispuesta a ser pactada entre inmóviles roces.
La joven Crito abraza a su madre y ésta le devuelve un gesto silencioso, pero
repleto de significado: ya abandonada a su suerte, le responde rodeándole el
cuello con su brazo derecho. Timarista ya no pude ver a Crito; quizás tampoco
oírla. Lo único que puede hacer es concentrar su postrero esfuerzo en abrazarla,
en regalarle un último segundo, retenido en su fugacidad, tal cual fue el
primer segundo, el primer abrazo a la hora de albergar su cuerpo en su cuerpo,
su no-cuerpo, sus porosidad de células en su cuerpo: un sucedáneo de vientre,
un brazo que, aquí, en el límite de la vida, le hace recordar el manto sagrado
de la gestación materna.
Este último abrazo de Timarista
sólo puede darse a la inversa de cómo fue el primero, en acentuada diferencia
del abrazo de gestación materna. Es el abrazo de la despedida, desde la melancolía
y en vías al inframundo. Es decir, en lugar de ser un abrazo de desnudez suave y
de feliz visibilidad, se trata de un abrazo roído por la historia, rebosante en
avatares y en vergüenzas, tejido de limitaciones y secretos, abrazo que se
extiende escondido tras la espalda de una y otra, de madre e hija, en
sutilísima intimidad. Es el rodeo final tras el cual nadie sabe lo que vendrá.
Pero tal rodeo comprende una única certeza, tan potente como la piedra, tan
fugaz como las despedidas: el calor de otra piel, la piel de la madre y la piel
de Crito, sangre de su sangre y piel de su piel, pieles separándose en el
silencio de la piedra.
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