martes, 28 de julio de 2020

Sobre Altazor de Huidobro




Hay un poema que contiene un universo. O mejor dicho: hay un poema que no es capaz de contener la potencia del mismo universo que creó.  Se trata de una potencia no sólo del lenguaje, repleto de metáforas tensadas hasta el extremo, de imágenes siderales, de deseos inocentes y rabiosos -como el que mascan los niños-; también se trata de una potencia que transgrede al lenguaje mismo, que trastoca su sentido socialmente convenido o gramaticalmente determinado, que es un manantial de imaginación susceptible de rebasarse a sí mismo. Por eso quien busque a Vicente Huidobro en Altazor sólo encontrará su remedo: la máscara de una máscara o un dedo que indica otro dedo. Lo que hay en Altazor está lejos de ser un poema, un conjunto de cantos, o un género definible bajo un estilo catalogable. En Altazor no hay autor ni destinatario: su universo posee otras leyes: ninguna. O quizás sí. Sólo la ley, no escrita ni enunciable, que permite el esparcimiento de lo imaginativo hasta su límite y más allá: corroer los cimientos de toda sintaxis, de todo sentido amparado en la cotidianeidad, para liberar la potencia fonética, musical, cósmica del hombre. 

La noción de normalidad es profanada en virtud de una armonía que traspasa el orden. Pero, a su vez, instala una normatividad irresponsable, descargada de toda culpa, sobrexpansiva en sus ansias de quebrar hasta la misma significación del lenguaje, hasta la significación de los signos. En una palabra es la de-signación: la designación de la imaginación como leitmotiv, como sentido palpable y trascendente a toda metafísica. Quien designa es un “Pequeño Dios” luminoso, aunque jamás endiosado. Así, esta normatividad de la de-signación será el elemento que subvierta -desde el Prefacio y en los tres primeros Cantos- el desgastado orden romántico de la lírica, a través de un malabarismo metafórico sin igual y de alusiones a imágenes yuxtapuestas, capaces de estallar y recomponerse con la velocidad tecnológica de un avión atravesando un espejo o con la jovialidad de un niño que mece las piernas sentado en los anillo de Saturno. A su vez, esta capacidad de de-signar, o sea, de corroer lo vigente y de crear una potencia estética al mismo tiempo destituyente y trascendente, será la encargada de descomponer y explorar el lenguaje como aventura en busca de lo ignoto –desde el Canto IV hasta el último-, cuya función opera como una refutación e hipotética refundación de la subjetividad.

El mayor anti-discípulo de Huidobro, Nicanor Parra, a 100 años del nacimiento del Maestro, le dedicó una oda que no es más que la constatación que anuncia al Superhombre: "Also Sprach Altazor". Nietzsche resuena en el conjunto de Altazor porque Huidobro se escondió tras del poema tan magistralmente como un niño tras su niñez: fundando un universo que, sin necesitar permanecer, vuelve una y otra vez, en eterno retorno.

domingo, 12 de julio de 2020

Sobre la clase media


Abordada desde una perspectiva histórica, la actual discusión acerca del difuso estatus social de la clase media cuenta con algunos matices. Si nos remontamos a la segunda mitad del siglo XX –más aun considerando la obra de los gobiernos radicales- bien podríamos asociar a la clase media con un estrato social nacido a la luz del aparato público y sus instituciones, caracterizado por valores entre liberales y medianamente conservadores, sustentado y proyectado a partir del ideal de la Universidad laica y afín con una manera republicana de concebir los modos de organización política. Esa clase media, sólida, estable, autónoma y segura de sí misma, hoy no existe.


El neoliberalismo instalado por los Chicago Boys y profundizado durante la postdictadura concertacionista, generó mayores cifras de crecimiento económico a nivel país, cosa que -como se sabe- no se tradujo en redistribución económica. En dicho contexto, la clase media pudo acceder a la bendición del consumo, principalmente a través del endeudamiento, con lo cual erosionó sus otrora valores identitarios, cayendo presa de fenómenos que van desde la precariedad laboral hasta las ilusiones del emprendimiento, desde una inseguridad vital y cotidiana hasta su atomización en un individualismo competitivista. De ahí que no resulte extraño el rol aspiracional ocupado por la idea de éxito transformada en un valor, o que la educación se conciba en función de la certificación laboral que permita el desarrollo existencia en la esfera privada y que la libertad se ejerza en el consumo libremercadista antes que en la expresión cultural o producción intelectual con miras a lo público.


Lo que tenemos hoy -como han dicho desde la Fundación Sol- son sectores medios precarizados que no comparten una visión de mundo en común. Muchos de estos sectores se hallan en constante riesgo de caer a niveles de ingresos bajo la línea de la pobreza. De más está decir que en un país como el nuestro, donde los servicios básicos se encuentran privatizados y hay que pagar por ellos, mientras la protección estatal y comunitaria es casi nula, los ingresos no pueden constituir un indicador válido a la hora de medir la posición (socio)económica que ostenta un sector de la población. Dicho coloquialmente: cuando la vida es tan cara como en Chile, donde hay que pagar por servicios básicos, por salud y por educación para que éstas sean de una mínima calidad, la plata se nos esfuma de los bolsillo antes de ingresar en ellos. Prueba de esto es que casi ningún sector medio puede ahorrar, ya que la mayoría yace enormemente endeudado.


Todo lo anterior rige  para esa amplia masa informe que, difusamente, aspira a ser clase media. Salvo, eso sí, para Piñera y Don Francisco, quienes pese a declararse parte de la clase media-alta, revelan su “alto” complejo de “abajismo”. Pues bien, pueden seguir dirigiendo el show desde arriba, a ver cuánto más les dura.

sábado, 4 de julio de 2020

4 de Julio y revueltas. Desmonumentalizar la historia




Hoy es 4 de Julio. Día en que Estados Unidos celebra su independencia. Eso según lo que señala la “historia oficial”. La misma historia que atenúa la colonización por exterminio, que matiza la segregación racial y que propulsa a un escalón de superioridad casi metafísica a la raza blanca. ¿Podrá haber otra historia que no sea la oficial? ¿Acaso es necesario que, desde un comienzo un sustantivo fuerte como “la historia” se constituya como tal en virtud de su intrínseca sustancialidad, es decir, en función de una cierta oficialidad? ¿Qué es la historia sino la suma de narraciones acerca de un pasado sedimentado en la pupila de quien la presencia, esto es, desde el presente? ¿Y qué es eso de la certificación “oficial”, de su calificación, de su legitimidad? ¿quién brinda esa calificación: la oficialidad o la contraoficialidad? ¿Y por qué y para qué la brinda? ¿Acaso al mismo tiempo de brindarla no la está poniendo en ejecución desde ese mismo comienzo?


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La historia oficial, siempre en singular y apelando a su operatividad excluyente, cuenta con sus ídolos: edifica sus monumentos. Esos monumentos se enquistan en los cruces más importantes de una ciudad, en el corazón florido de sus plazas, en los frontis solemnes de sus universidades. Independientemente de su forma, la gran mayoría son monumentos de piedra. Se pueden mirar y, sobre todo, admirar. Se pueden palpar e invitan a recordar el pasado como un valor de importancia presente. Los hitos que refieren, los valores que simbolizan, han resistido al olvido del tiempo justamente por eso: porque están allí. Su verdad es su contundencia. Los monumentos suelen ser de piedra y, con su peso inerte, manifiestan lo implacable del poder: están destinados a petrificar, a conservar durante el mayor tiempo posible, un cierto relato histórico, fundacional y funcional al poder. Los monumentos son nuestros mitos racionales –creemos-. Son de piedra, y pese a todo, hoy, en plena pandemia, la fragilidad de los cuerpos destituye su densidad impenetrable. Las pieles y los cuerpos, fatigados, mutilados y explotados, resisten más que la materialidad pétrea de esos monumentos. La piedra es derribada por la carne. Pero sólo puede serlo después de infinitas páginas escritas con sangre.


Las revueltas anticapitalistas se han intensificado en el mundo durante los últimos meses. El hecho de que los cuerpos derriben esculturas, intervengan espacios públicos y hagan de los monumentos un lugar para el despliegue de la imaginación popular, un campo de disputa entre un signo hegemónico y su contestación y reapropiación, significa que la historia misma ya no es asumida bajo coordenadas “oficialistas”. La historia monolítica se desarma, una vez más. Pero ya no sobre arenosas tierras epistémicas, sino sobre el ardor de lo político. La historia ahora es vivida, adquiriendo un sentido performático, un “sentido sensible”, capaz de incluir, pero también de superar, lo teórico-discursivo en aras de un sueño imaginativo: la resistencia y porvenires que laten dentro de los cuerpos. Como hoy sucede en Estados Unidos y como seguirá sucediendo en Chile y en múltiples rincones del mundo una vez que decline la pandemia, destruir monumentos no significa destruir la historia, sino destituirla. Encararla, interpelarla y apropiarse de ella sin afán de apropiación productiva ni individual; sintiéndola como propiamente nuestra. De ahí que cuando se menciona que un pueblo se hace dueño de su historia: la forja con sus propias manos, sin pedir permiso. Desde Hegel, el esclavo es quien mueve la historia. Por eso sólo los pueblos indignados, los sometidos, pueden hacerse dueños de su historia. Es el tiempo en el cual la destitución se conjuga con la poesía; la prosa, lo explicativo, lo secuencial, queda obsoleto: resuena el acontecimiento en su irrupción más intempestiva, y nos invita a apropiarnos de su sentido.


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Ocurre algo peculiar en este proceso de revueltas (vale preguntarse: ¿las revueltas pueden constituirse en un proceso o, más bien, su virtud es que sólo se expresan en calidad de episodios, episodios, eso sí, tan genuinos como ingobernables?). Los monumentos derribados no son reemplazados por la figura del líder, del intelectual, del político de carrera. Ya no se trata, por ejemplo, de derribar los valores políticos coloniales y de alabar la figura pastoril de un Sartre. No hay vanguardia. Los antiguos intelectuales públicos, en cuanto figuras pedagógicas que interpretaban y planificaban la utopía desde un altar, también han visto desfigurados sus contornos: son como fantasmas que sólo aparecen de manera contingente, intermitente, marcando un pulso, pero no delineando la estrategia ni coloreando los sueños. Hoy son los mártires, los “cualquiera”, los que eran nadie antes de ser asesinados, quienes cumplen el ese rol: Floyd, Catrillanca, Maldonado. Ellos, con su muerte, abren esperanza: ellos, gracias a su muerte, abrieron la posibilidad de hacer de este un mundo más digno, habitable, de un mundo, sobre todo, vivible. Los muertos también podemos ser tú y yo; los mártires podemos ser tú y yo. Eso no importa: es necesidad histórica. La potencia de imaginar aquello, de imaginar lo, en un comienzo, inimaginable, reafirma la vida hasta en la muerte. Nuestro tiempo es nuestra historia: tiempo no independiente de lo histórico; historia fundada con independencia del poder oficial.