Hoy es 4 de Julio. Día en
que Estados Unidos celebra su independencia. Eso según lo que señala la “historia
oficial”. La misma historia que atenúa la colonización por exterminio, que
matiza la segregación racial y que propulsa a un escalón de superioridad casi
metafísica a la raza blanca. ¿Podrá haber otra historia que no sea la oficial?
¿Acaso es necesario que, desde un comienzo un sustantivo fuerte como “la
historia” se constituya como tal en virtud de su intrínseca sustancialidad, es
decir, en función de una cierta oficialidad? ¿Qué es la historia sino la suma
de narraciones acerca de un pasado sedimentado en la pupila de quien la
presencia, esto es, desde el presente? ¿Y qué es eso de la certificación “oficial”,
de su calificación, de su legitimidad? ¿quién brinda esa calificación: la
oficialidad o la contraoficialidad? ¿Y por qué y para qué la brinda? ¿Acaso al
mismo tiempo de brindarla no la está poniendo en ejecución desde ese mismo
comienzo?
***
La historia oficial,
siempre en singular y apelando a su operatividad excluyente, cuenta con sus
ídolos: edifica sus monumentos. Esos monumentos se enquistan en los cruces más importantes
de una ciudad, en el corazón florido de sus plazas, en los frontis solemnes de
sus universidades. Independientemente de su forma, la gran mayoría son
monumentos de piedra. Se pueden mirar y, sobre todo, admirar. Se pueden palpar
e invitan a recordar el pasado como un valor de importancia presente. Los
hitos que refieren, los valores que simbolizan, han resistido al
olvido del tiempo justamente por eso: porque están allí. Su verdad es su
contundencia. Los monumentos suelen ser de piedra y, con su peso inerte, manifiestan
lo implacable del poder: están destinados a petrificar, a conservar durante el
mayor tiempo posible, un cierto relato histórico, fundacional y funcional al
poder. Los monumentos son nuestros mitos racionales –creemos-. Son de piedra, y
pese a todo, hoy, en plena pandemia, la fragilidad de los cuerpos destituye su densidad
impenetrable. Las pieles y los cuerpos, fatigados, mutilados y explotados, resisten
más que la materialidad pétrea de esos monumentos. La piedra es derribada por la
carne. Pero sólo puede serlo después de infinitas páginas escritas con sangre.
Las revueltas anticapitalistas
se han intensificado en el mundo durante los últimos meses. El hecho de que los
cuerpos derriben esculturas, intervengan espacios públicos y hagan de los monumentos
un lugar para el despliegue de la imaginación popular, un campo de disputa
entre un signo hegemónico y su contestación y reapropiación, significa que la
historia misma ya no es asumida bajo coordenadas “oficialistas”. La historia
monolítica se desarma, una vez más. Pero ya no sobre arenosas tierras
epistémicas, sino sobre el ardor de lo político. La historia ahora es vivida,
adquiriendo un sentido performático, un “sentido sensible”, capaz de incluir,
pero también de superar, lo teórico-discursivo en aras de un sueño imaginativo:
la resistencia y porvenires que laten dentro de los cuerpos. Como hoy sucede en
Estados Unidos y como seguirá sucediendo en Chile y en múltiples rincones del mundo
una vez que decline la pandemia, destruir monumentos no significa destruir la
historia, sino destituirla. Encararla, interpelarla y apropiarse de ella sin
afán de apropiación productiva ni individual; sintiéndola como propiamente
nuestra. De ahí que cuando se menciona que un pueblo se hace dueño de su
historia: la forja con sus propias manos, sin pedir permiso. Desde Hegel, el
esclavo es quien mueve la historia. Por eso sólo los pueblos indignados, los
sometidos, pueden hacerse dueños de su historia. Es el tiempo en el cual la
destitución se conjuga con la poesía; la prosa, lo explicativo, lo secuencial,
queda obsoleto: resuena el acontecimiento en su irrupción más intempestiva, y
nos invita a apropiarnos de su sentido.
***
Ocurre algo peculiar en
este proceso de revueltas (vale preguntarse: ¿las revueltas pueden constituirse
en un proceso o, más bien, su virtud es que sólo se expresan en calidad de
episodios, episodios, eso sí, tan genuinos como ingobernables?). Los monumentos
derribados no son reemplazados por la figura del líder, del intelectual, del
político de carrera. Ya no se trata, por ejemplo, de derribar los valores
políticos coloniales y de alabar la figura pastoril de un Sartre. No hay
vanguardia. Los antiguos intelectuales públicos, en cuanto figuras pedagógicas
que interpretaban y planificaban la utopía desde un altar, también han visto desfigurados
sus contornos: son como fantasmas que sólo aparecen de manera contingente,
intermitente, marcando un pulso, pero no delineando la estrategia ni coloreando
los sueños. Hoy son los mártires, los “cualquiera”, los que eran nadie antes de
ser asesinados, quienes cumplen el ese rol: Floyd, Catrillanca, Maldonado. Ellos, con su muerte, abren
esperanza: ellos, gracias a su muerte, abrieron la posibilidad de hacer de este
un mundo más digno, habitable, de un mundo, sobre todo, vivible. Los muertos también podemos ser
tú y yo; los mártires podemos ser tú y yo. Eso no importa: es necesidad histórica. La potencia de imaginar aquello, de imaginar lo, en un comienzo, inimaginable, reafirma
la vida hasta en la muerte. Nuestro tiempo es nuestra historia: tiempo no
independiente de lo histórico; historia fundada con independencia del poder
oficial.
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