sábado, 4 de julio de 2020

4 de Julio y revueltas. Desmonumentalizar la historia




Hoy es 4 de Julio. Día en que Estados Unidos celebra su independencia. Eso según lo que señala la “historia oficial”. La misma historia que atenúa la colonización por exterminio, que matiza la segregación racial y que propulsa a un escalón de superioridad casi metafísica a la raza blanca. ¿Podrá haber otra historia que no sea la oficial? ¿Acaso es necesario que, desde un comienzo un sustantivo fuerte como “la historia” se constituya como tal en virtud de su intrínseca sustancialidad, es decir, en función de una cierta oficialidad? ¿Qué es la historia sino la suma de narraciones acerca de un pasado sedimentado en la pupila de quien la presencia, esto es, desde el presente? ¿Y qué es eso de la certificación “oficial”, de su calificación, de su legitimidad? ¿quién brinda esa calificación: la oficialidad o la contraoficialidad? ¿Y por qué y para qué la brinda? ¿Acaso al mismo tiempo de brindarla no la está poniendo en ejecución desde ese mismo comienzo?


***


La historia oficial, siempre en singular y apelando a su operatividad excluyente, cuenta con sus ídolos: edifica sus monumentos. Esos monumentos se enquistan en los cruces más importantes de una ciudad, en el corazón florido de sus plazas, en los frontis solemnes de sus universidades. Independientemente de su forma, la gran mayoría son monumentos de piedra. Se pueden mirar y, sobre todo, admirar. Se pueden palpar e invitan a recordar el pasado como un valor de importancia presente. Los hitos que refieren, los valores que simbolizan, han resistido al olvido del tiempo justamente por eso: porque están allí. Su verdad es su contundencia. Los monumentos suelen ser de piedra y, con su peso inerte, manifiestan lo implacable del poder: están destinados a petrificar, a conservar durante el mayor tiempo posible, un cierto relato histórico, fundacional y funcional al poder. Los monumentos son nuestros mitos racionales –creemos-. Son de piedra, y pese a todo, hoy, en plena pandemia, la fragilidad de los cuerpos destituye su densidad impenetrable. Las pieles y los cuerpos, fatigados, mutilados y explotados, resisten más que la materialidad pétrea de esos monumentos. La piedra es derribada por la carne. Pero sólo puede serlo después de infinitas páginas escritas con sangre.


Las revueltas anticapitalistas se han intensificado en el mundo durante los últimos meses. El hecho de que los cuerpos derriben esculturas, intervengan espacios públicos y hagan de los monumentos un lugar para el despliegue de la imaginación popular, un campo de disputa entre un signo hegemónico y su contestación y reapropiación, significa que la historia misma ya no es asumida bajo coordenadas “oficialistas”. La historia monolítica se desarma, una vez más. Pero ya no sobre arenosas tierras epistémicas, sino sobre el ardor de lo político. La historia ahora es vivida, adquiriendo un sentido performático, un “sentido sensible”, capaz de incluir, pero también de superar, lo teórico-discursivo en aras de un sueño imaginativo: la resistencia y porvenires que laten dentro de los cuerpos. Como hoy sucede en Estados Unidos y como seguirá sucediendo en Chile y en múltiples rincones del mundo una vez que decline la pandemia, destruir monumentos no significa destruir la historia, sino destituirla. Encararla, interpelarla y apropiarse de ella sin afán de apropiación productiva ni individual; sintiéndola como propiamente nuestra. De ahí que cuando se menciona que un pueblo se hace dueño de su historia: la forja con sus propias manos, sin pedir permiso. Desde Hegel, el esclavo es quien mueve la historia. Por eso sólo los pueblos indignados, los sometidos, pueden hacerse dueños de su historia. Es el tiempo en el cual la destitución se conjuga con la poesía; la prosa, lo explicativo, lo secuencial, queda obsoleto: resuena el acontecimiento en su irrupción más intempestiva, y nos invita a apropiarnos de su sentido.


***


Ocurre algo peculiar en este proceso de revueltas (vale preguntarse: ¿las revueltas pueden constituirse en un proceso o, más bien, su virtud es que sólo se expresan en calidad de episodios, episodios, eso sí, tan genuinos como ingobernables?). Los monumentos derribados no son reemplazados por la figura del líder, del intelectual, del político de carrera. Ya no se trata, por ejemplo, de derribar los valores políticos coloniales y de alabar la figura pastoril de un Sartre. No hay vanguardia. Los antiguos intelectuales públicos, en cuanto figuras pedagógicas que interpretaban y planificaban la utopía desde un altar, también han visto desfigurados sus contornos: son como fantasmas que sólo aparecen de manera contingente, intermitente, marcando un pulso, pero no delineando la estrategia ni coloreando los sueños. Hoy son los mártires, los “cualquiera”, los que eran nadie antes de ser asesinados, quienes cumplen el ese rol: Floyd, Catrillanca, Maldonado. Ellos, con su muerte, abren esperanza: ellos, gracias a su muerte, abrieron la posibilidad de hacer de este un mundo más digno, habitable, de un mundo, sobre todo, vivible. Los muertos también podemos ser tú y yo; los mártires podemos ser tú y yo. Eso no importa: es necesidad histórica. La potencia de imaginar aquello, de imaginar lo, en un comienzo, inimaginable, reafirma la vida hasta en la muerte. Nuestro tiempo es nuestra historia: tiempo no independiente de lo histórico; historia fundada con independencia del poder oficial.

No hay comentarios: