HUMEDAL
Que en las noches de verano esperaba la lluvia sentada en el último peldaño de la escalera, o sea, más allá de los límites de su habitación, era análogo a decir que en las noches de verano esperaba la lluvia sentada en el último peldaño de la escalera, o sea, más allá de los límites de lo habitual, de lo familiar e, incluso, más allá del límite de lo posible. Pero ella siempre supo que las cosas posibles sólo cobraban valor a la luz de las imposibles, que la escalera sólo tiene sentido en función de la amenaza de la caída y del precipicio que ella misma conlleva. ¿De eso se trataba todo, no?
Lo recordaba tras unos meses. Más de alguna vez, antes de lograr conciliar su agitado sueño en medio de las noches de invierno, había sido testigo de lo innombrable. Era como un sueño pero real: incoherente y significativo, tal cual lo es el mal que todo lo fragmenta, pero imbatible, innegable y, si bien no podía describirse, era eso mismo lo que lo hacía indomable. Esas noches, emergiendo entre las neblina de sus pestañas o mimetizada con las sombras sobre el televisor o simplemente entrecortada, como el centro arenoso de un girasol, por las gotas de lluvia a contraluz de la cortina, esas noches, sin alcanzar a esconderse bajo las frazadas o viendo frustrado su deseo de ser tragada por los bordes del colchón, esas noches, y sólo esas noches, se presentaba la ausencia bordeada de fuego, el encender y el apagarse de una luz impropia, el sostenido bombardeo sobre toda resistencia, el éxtasis con la vertiginosa destrucción de este mundo, mucho más vertiginosa que todo lo que habita dentro del mundo. Entonces, sin saber cómo, ella desviaba su rumbo de la oración enseñada por la madre y del título de buena familia pavoneado por su padre, para extraviarse sin retorno hasta la mañana siguiente. Se abandonaba, en anestesiada exclamación, escarbando más allá de los pliegues conocidos y por conocer.
Bajo los primeros parpadeos del amanecer, antes de entrar en plena razón, le parecía asombroso haber despertado contra su voluntad y, sobre todo, continuar siendo la misma que, ocho horas antes, había logrado suspender la vida en manos del sueño. ¿Asombro de lo mismo dentro de lo distinto o asombro de lo distinto dentro de lo mismo? Eso se preguntaba, hundida en su cama una noche de verano mientras esperaba que cayeran granizos. Lo hacía tocando y ensuciando, con sumo placer, las sábanas de su inocencia, como los granizos lo harían con la noche de verano.
ABEJORRO
A los niños, a las niñas, a nosotros
Haciendo una leve pirueta en el aire, el abejorro cayó sobre la franja de cemento que dividía la vereda del jardín. Justo antes de caer emitió un zumbido mucho más intenso en comparación con aquel que venía realizando durante los últimos días, incluso dentro de las casas y contra los vidrios. Una vez en el piso, sin embargo, ese zumbido declinó, transformándose en un disonante aleteo entrecortado y asemejándose su susurro a la oración desesperada que emiten los enfermos antes de morir. Los pocos niños que se cruzaron con él prefirieron ejercer la indiferencia (tal vez para evitar el asco) antes que la solidaridad. Ninguno pensó en acabar con su sufrimiento; ninguno buscó para preguntarse por la causa de su agonía, pero tampoco hubo alguno que se mofara ni buscase consuelo diciendo que se trataba de un simple juego; ninguno creyó necesario comunicar a sus padres sobre lo que sucedía. Los niños intuyeron el peligro que portaba meditar sobre eso. Como todo moribundo, el abejorro encarnaba un signo de interrogación; y los niños aman hacer preguntas, pero no tener que responderlas, y menos aún buscar responder aquello que nunca tendrá respuesta.
Cuando ya nadie más importunó su agonía, el vientre del abejorro, amarillo y vigoroso, pareció hincharse levemente dejando ver una superficie abundante en vellos, cuya homogénea disposición no podía ser fruto del azar. Si hubiera algo que decir, sería hora de hablar de Dios. Luego de callar, de recordarlo, y de olvidarlo. Antes, eso sí, de describir su despedida.
No medía más de 5 centímetros, incluyendo su acongojada cabeza, única parte que permaneció quieta mientras el resto de su cuerpo giraba en función de dicho eje. Transcurrida media hora desde su caída, el abejorro empezó a disminuir la duración y brusquedad de sus movimientos: su desesperación se diluía, el calor de la tarde decrecía y le permitía respirar y girar más lento; eran las señales inequívocas de su resignación. Al cabo de media hora más, ya sólo levantaba sus alas de manera sutil, lánguida, finita (pero también con un dejo de frágil eternidad). Fue allí cuando un pequeño puñado de hormigas se le acercó desde el jardín. Una tomó la delantera, escaló su cuerpo, y rompió visualmente la perfecta relación existente entre el vientre de fondo amarillo y las delgadas líneas negras: las rayas desdibujadas del tigre habían devorado su furia. Menos de un minuto después, un ejército de hormigas invadió el cemento. Lo más pavoroso fue ver cómo el abejorro no oponía resistencia alguna cuando las hormigas lo levantaron sobre sus espaldas para sumergirlo en las profundidades del jardín.
La procesión había empezado allí mismo, en el jardín, donde nada termina de acabar. Y, desde la otra orilla del parque, la alegría de los niños bendecía el ritual.
DESEQUILIBRIOS
Puse los conciertos para teclado de Bach y, manteniendo la luz apagada, me dejé caer en la amplitud del sillón. Era una noche de calor insoportable. De vez en cuando una brisa insospechada remecía los ventanales, distorsionando levemente la apreciación de la música. Cerré los ojos unos segundos, aunque en realidad creo que alcancé a parpadear tres o cuatro veces seguidas. Desde el exterior, unos ruidos de puertas y cortinas parecían aserruchar el piano de Bach. Entre las sombras noté que los departamentos laterales encendían sus luces. Eran las dos de la madrugada y junto a mi novia recién habíamos logrado hacer dormir a nuestro hijo, cuando, ella desde la habitación y yo desde el living, clavamos la mirada en el movimiento de la grúa. Quedé atónito, hipnotizado por la trayectoria circular que dibujaba su punta. De seguro se trataba de un error de programación, pues nadie trabajaría a dicha hora, pero quise creer (o me convencí de) que podía ser causa de un embrujo, de un maleficio capaz de superar toda ciencia ingenieril. Aún aturdido a causa del golpe de asombro, distinguí que mi novia se aproximaba por el pasillo, que bajo sus pasos sonaba un teléfono, que ella hablaba, respondía una mujer, intercambiaban palabras cordiales, y que ambas, una antes que la otra y luego en sentido inverso, mencionaban la dirección de la esquina, Vespucio con Latadía; después de un pequeño silencio, la operadora, dijo que se comunicaría a la brevedad con los bomberos y con la constructora y con todo aquel que fuese necesario para que nosotros y los vecinos permaneciéramos en calma. Mi novia colgó y sentí su respiración profunda y segura a mis espaldas. Acto seguido, me tomó del hombro, subió su mano por mi cuello, movió sus redondos dedos tras mi nuca y me dijo “no pasa nada, estás cansado, vamos a dormir”. Recuerdo que me levanté del sillón, e intentando desprenderme de su mano, miré por última vez hacia afuera. La grúa un compás triste circundando el tiempo, en ebrio retorno sobre la nada. A su alrededor, resplandeciendo en todas las ventanas del condominio, creí ver el rostro redondo de los niños que despertaban y se asomaban, maravillados, para admirar la grúa; los imaginé sentados sobre las rodillas de sus padres o en la copa de un árbol navideño, inmunes a la pandemia, hinchados de alegría por sus nacientes vacaciones, celebrando la evaporación de los ronquidos adultos y esperando ser raptados por el rayo de una estrella. Imaginé un circo, un estadio y un cántico, una música sin partitura fluyendo de ese tótem, de ese trozo de catedral gótica, escuálidamente gótica, que, cuan espiga de vértigo, con su cabina de controles vacía y sus bloques de cemento, como una escalera fantasmal disparada al infinito, lograba equilibrarse entre las nubes al mismo tiempo que bromeaba con caer, en un salto mortal, contra nuestras cabezas . Invadido por una ráfaga de lucidez, pensé que la grúa perderá el equilibrio algún día, pero que cuando ello suceda será demasiado tarde para todos, quizás como ya empezaba a serlo ese mismo momento, o incluso ahora, que ya es otro momento, este momento y no ese mismo momento sin más testimonio que este texto siendo leído. Tuve ganas de llorar, al igual que ahora.
Con mi novia nos dirigimos hacia la pieza. Dejamos la música encendida. Ella se acunó en mi pecho y concilió el sueño casi de inmediato. Mi hijo dormía en su cuna. Desde la cama yo escuchaba cómo el áspero sonido de la grúa se aceleraba, amenazando con rebanar el piano de Bach, envenenando los tarareos de Glenn Gould para confundirlos con gemidos de almas perdidas, de mujeres posesas o de asesinos medievales. Cuando ya estaba por amanecer, la música dejó de sonar abruptamente, como si con su brazo de hélice la grúa hubiese decapitado a todos los miembros de la orquesta. Antes cerrar los ojos llegué a una irrefutable conclusión: si Bach había inventado a Dios, la técnica sólo podía ser creación del demonio.
Esta mañana la grúa continúa girando. Después de todo, es lo más perfecto –lo único- que puede hacer.