miércoles, 24 de febrero de 2021

Tres narraciones mínimas

HUMEDAL

Que en las noches de verano esperaba la lluvia sentada en el último peldaño de la escalera, o sea, más allá de los límites de su habitación, era análogo a decir que en las noches de verano esperaba la lluvia sentada en el último peldaño de la escalera, o sea, más allá de los límites de lo habitual, de lo familiar e, incluso, más allá del límite de lo posible. Pero ella siempre supo que las cosas posibles sólo cobraban valor a la luz de las imposibles, que la escalera sólo tiene sentido en función de la amenaza de la caída y del precipicio que ella misma conlleva. ¿De eso se trataba todo, no?

Lo recordaba tras unos meses. Más de alguna vez, antes de lograr conciliar su agitado sueño en medio de las noches de invierno, había sido testigo de lo innombrable. Era como un sueño pero real: incoherente y significativo, tal cual lo es el mal que todo lo fragmenta, pero imbatible, innegable y, si bien no podía describirse, era eso mismo lo que lo hacía indomable. Esas noches, emergiendo entre las neblina de sus pestañas o mimetizada con las sombras sobre el televisor o simplemente entrecortada, como el centro arenoso de un girasol, por las gotas de lluvia a contraluz de la cortina, esas noches, sin alcanzar a esconderse bajo las frazadas o viendo frustrado su deseo de ser tragada por los bordes del colchón, esas noches, y sólo esas noches, se presentaba la ausencia bordeada de fuego, el encender y el apagarse de una luz impropia, el sostenido bombardeo sobre toda resistencia, el éxtasis con la vertiginosa destrucción de este mundo, mucho más vertiginosa que todo lo que habita dentro del mundo. Entonces, sin saber cómo, ella desviaba su rumbo de la oración enseñada por la madre y del título de buena familia pavoneado por su padre, para extraviarse sin retorno hasta la mañana siguiente. Se abandonaba, en anestesiada exclamación, escarbando más allá de los pliegues conocidos y por conocer.

Bajo los primeros parpadeos del amanecer, antes de entrar en plena razón, le parecía asombroso haber despertado contra su voluntad y, sobre todo, continuar siendo la misma que, ocho horas antes, había logrado suspender la vida en manos del sueño. ¿Asombro de lo mismo dentro de lo distinto o asombro de lo distinto dentro de lo mismo? Eso se preguntaba, hundida en su cama una noche de verano mientras esperaba que cayeran granizos. Lo hacía tocando y ensuciando, con sumo placer, las sábanas de su inocencia, como los granizos lo harían con la noche de verano.

 

ABEJORRO

A los niños, a las niñas, a nosotros

Haciendo una leve pirueta en el aire, el abejorro cayó sobre la franja de cemento que dividía la vereda del jardín. Justo antes de caer emitió un zumbido mucho más intenso en comparación con aquel que venía realizando durante los últimos días, incluso dentro de las casas y contra los vidrios. Una vez en el piso, sin embargo, ese zumbido declinó, transformándose en un disonante aleteo entrecortado y asemejándose su susurro a la oración desesperada que emiten los enfermos antes de morir. Los pocos niños que se cruzaron con él prefirieron ejercer la indiferencia (tal vez para evitar el asco) antes que la solidaridad. Ninguno pensó en acabar con su sufrimiento; ninguno buscó para preguntarse por la causa de su agonía, pero tampoco hubo alguno que se mofara ni buscase consuelo diciendo que se trataba de un simple juego; ninguno creyó necesario comunicar a sus padres sobre lo que sucedía. Los niños intuyeron el peligro que portaba meditar sobre eso. Como todo moribundo, el abejorro encarnaba un signo de interrogación; y los niños aman hacer preguntas, pero no tener que responderlas, y menos aún buscar responder aquello que nunca tendrá respuesta.

Cuando ya nadie más importunó su agonía, el vientre del abejorro, amarillo y vigoroso, pareció hincharse levemente dejando ver una superficie abundante en vellos, cuya homogénea disposición no podía ser fruto del azar. Si hubiera algo que decir, sería hora de hablar de Dios. Luego de callar, de recordarlo, y de olvidarlo. Antes, eso sí, de describir su despedida.

No medía más de 5 centímetros, incluyendo su acongojada cabeza, única parte que permaneció quieta mientras el resto de su cuerpo giraba en función de dicho eje. Transcurrida media hora desde su caída, el abejorro empezó a disminuir la duración y brusquedad de sus movimientos: su desesperación se diluía, el calor de la tarde decrecía y le permitía respirar y girar más lento; eran las señales inequívocas de su resignación. Al cabo de media hora más, ya sólo levantaba sus alas de manera sutil, lánguida, finita (pero también con un dejo de frágil eternidad). Fue allí cuando un pequeño puñado de hormigas se le acercó desde el jardín. Una tomó la delantera, escaló su cuerpo, y rompió visualmente la perfecta relación existente entre el vientre de fondo amarillo y las delgadas líneas negras: las rayas desdibujadas del tigre habían devorado su furia. Menos de un minuto después, un ejército de hormigas invadió el cemento. Lo más pavoroso fue ver cómo el abejorro no oponía resistencia alguna cuando las hormigas lo levantaron sobre sus espaldas para sumergirlo en las profundidades del jardín.

La procesión había empezado allí mismo, en el jardín, donde nada termina de acabar. Y, desde la otra orilla del parque, la alegría de los niños bendecía el ritual.

 

DESEQUILIBRIOS

Puse los conciertos para teclado de Bach y, manteniendo la luz apagada, me dejé caer en la amplitud del sillón. Era una noche de calor insoportable. De vez en cuando una brisa insospechada remecía los ventanales, distorsionando levemente la apreciación de la música. Cerré los ojos unos segundos, aunque en realidad creo que alcancé a parpadear tres o cuatro veces seguidas. Desde el exterior, unos ruidos de puertas y cortinas parecían aserruchar el piano de Bach. Entre las sombras noté que los departamentos laterales encendían sus luces. Eran las dos de la madrugada y junto a mi novia recién habíamos logrado hacer dormir a nuestro hijo, cuando, ella desde la habitación y yo desde el living, clavamos la mirada en el movimiento de la grúa. Quedé atónito, hipnotizado por la trayectoria circular que dibujaba su punta. De seguro se trataba de un error de programación, pues nadie trabajaría a dicha hora, pero quise creer (o me convencí de) que podía ser causa de un embrujo, de un maleficio capaz de superar toda ciencia ingenieril. Aún aturdido a causa del golpe de asombro, distinguí que mi novia se aproximaba por el pasillo, que bajo sus pasos sonaba un teléfono, que ella hablaba, respondía una mujer, intercambiaban palabras cordiales, y que ambas, una antes que la otra y luego en sentido inverso, mencionaban la dirección de la esquina, Vespucio con Latadía; después de un pequeño silencio, la operadora, dijo que se comunicaría a la brevedad con los bomberos y con la constructora y con todo aquel que fuese necesario para que nosotros y los vecinos permaneciéramos en calma. Mi novia colgó y sentí su respiración profunda y segura a mis espaldas. Acto seguido, me tomó del hombro, subió su mano por mi cuello, movió sus redondos dedos tras mi nuca y me dijo “no pasa nada, estás cansado, vamos a dormir”. Recuerdo que me levanté del sillón, e intentando desprenderme de su mano, miré por última vez hacia afuera. La grúa un compás triste circundando el tiempo, en ebrio retorno sobre la nada. A su alrededor, resplandeciendo en todas las ventanas del condominio, creí ver el rostro redondo de los niños que despertaban y se asomaban, maravillados, para admirar la grúa; los imaginé sentados sobre las rodillas de sus padres o en la copa de un árbol navideño, inmunes a la pandemia, hinchados de alegría por sus nacientes vacaciones, celebrando la evaporación de los ronquidos adultos y esperando ser raptados por el rayo de una estrella. Imaginé un circo, un estadio y un cántico, una música sin partitura fluyendo de ese tótem, de ese trozo de catedral gótica, escuálidamente gótica, que, cuan espiga de vértigo, con su cabina de controles vacía y sus bloques de cemento, como una escalera fantasmal disparada al infinito, lograba equilibrarse entre las nubes al mismo tiempo que bromeaba con caer, en un salto mortal, contra nuestras cabezas . Invadido por una ráfaga de lucidez, pensé que la grúa perderá el equilibrio algún día, pero que cuando ello suceda será demasiado tarde para todos, quizás como ya empezaba a serlo ese mismo momento, o incluso ahora, que ya es otro momento, este momento y no ese mismo momento sin más testimonio que este texto siendo leído. Tuve ganas de llorar, al igual que ahora.

Con mi novia nos dirigimos hacia la pieza. Dejamos la música encendida. Ella se acunó en mi pecho y concilió el sueño casi de inmediato. Mi hijo dormía en su cuna. Desde la cama yo escuchaba cómo el áspero sonido de la grúa se aceleraba, amenazando con rebanar el piano de Bach, envenenando los tarareos de Glenn Gould para confundirlos con gemidos de almas perdidas, de mujeres posesas o de asesinos medievales. Cuando ya estaba por amanecer, la música dejó de sonar abruptamente, como si con su brazo de hélice la grúa hubiese decapitado a todos los miembros de la orquesta. Antes cerrar los ojos llegué a una irrefutable conclusión: si Bach había inventado a Dios, la técnica sólo podía ser creación del demonio.

Esta mañana la grúa continúa girando. Después de todo, es lo más perfecto –lo único- que puede hacer.

viernes, 19 de febrero de 2021

Sobre "Asedios al fascismo" de Sergio Villalobos-Ruminott. O la luz que arde


A través de la recopilación y reescritura de quince artículos de opinión –la mayoría publicados en diversos medios digitales-, Sergio Villalobos-Ruminott expresa el discurrir de un acto de rebelión: el fascismo es asediado. En Asedios al fascismo (DobleAEditores, 2021) el autor despliega una prosa combativa y lejana a cualquier elitismo académico, marcada por un estilo dialéctico y abundante en referencias al pensamiento –más que a la explicación exegética de la cita textual- de escritores, sociólogos y filósofos contemporáneos, logrando dibujar un contorno topológico de la alianza actual entre fascismo y neoliberalismo. En ese sentido, se atisba un trabajo genealógico que busca tematizar las afinidades y mutaciones históricas del fascismo y su acoplamiento a las lógicas de acumulación capitalistas bajo una perspectiva de larga data.

Al mismo tiempo, el conjunto de textos se posicionan desde el presente diciendo –justamente- “presente, y, así, planteando un derrotero que se abre con un análisis crítico del fascismo histórico, que pasa por su mutación neoliberal y finaliza en la inminencia de nuestra contingencia. Todos los artículos parecieran escritos con ardor, con las venas palpitantes desde un presente, incluso hoy, demasiado presente. En efecto, Villalobos-Ruminott no concibe el quehacer escritural al alero del vuelo del búho de Minerva, esto es, con desfase reflexivo en relación a la contingencia de los hechos, sino integrado a la misma tonalidad y dinamismo de los acontecimientos, prolongando el ritmo callejero por medio de rupturas y continuidades con los mismos ritmos de los cuerpos vitalizados por el conatus existencial de la calle (ejemplo de ello son los artículos referidos a la revuelta de Octubre y el anexo de la performance de LasTesis). Estos elementos otorgan, desde un comienzo, una paradójica sensación de cercanía y problematicidad al tratamiento de los temas, transformando la conflictividad dialéctica (caracterizada por un uso un tanto desmesurado de conectores adversativos como el “sino”) en un discurrir argumentativo, contrapuntística y rigurosamente tejido, lo cual queda reafirmado a medida que la lectura se plurifica y avanza en términos no-lineales.

En términos personales, como manifestante de la revuelta de Octubre, por un lado, y como lector impaciente entre los muros de la cuarentena pandémica, de otro, puedo afirmar que este libro porta una luz. La inmovilización social aparejada a la pandemia, sumado a la aceleración de los dispositivos de control social -con sus derivas cibernéticas gatilladas por ésta- encuentran en Asedios al fascismo, un libro lúcido y combativo. ¿Lúcido y combativo? Mejor dicho: lúcido pero combativo.

Pero, ¿por qué recalcamos este último gesto? ¿Por qué suprimir la conjunción de la lucidez y la combatividad y, en contraste, enfatizamos su relación tensional y adversativa?

Principalmente por un motivo: la luz de la lucidez, en este caso, no proviene de la iluminación que brinda un carácter ilustrado, de una optimista luz de la razón proyectada sobre una cartografía mundana que permitiría el conocimiento (“ego cogito”) y posterior dominio (“ego conquiror”) de ese mundo. Por el contrario, la luz de estos textos, antes que ampararse en una posición de superioridad pedagógica, emanan del roce, de la tensión de fuerzas, de una dialéctica estilística y verbal, del devenir insurreccional de la contradicción callejera. En una palabra: este libro irradia la luz de una antorcha abrazada y abrasada por una mano en acción, la cual no deja de ser arma y orientación en la penumbra, la cual es luz en la penumbra y de la penumbra, el destello incendiario propio de una revuelta que no busca institucionalizarse ni sacralizarse míticamente en revolución o constitución; una luz que no pretende ilustrar a nadie. El ardor de esta luz no remite a la claridad y captura de los usos por los dispositivos de un lenguaje representativo ni conceptual (pese a que lo utilice), sino a un lenguaje expresivo que tiene por objeto resistir y combatir contra la mutación neoliberal del fascismo desde la perseverancia de la existencia (conatus). Así, hablo de un libro-destello, intempestivamente aparecido, cuya lectura irrumpe en la pandemia como una experiencia opuesta: la del “corte de luz”, la de la ruptura con continuidad visual de lo iluminado y la de la posterior fosforescencia que sólo se enciende desde esa penumbra y enciende, en un acto de afirmación negativa, el campo rugoso de la misma penumbra.

Me parece que Asedios al fascismo denota una cierta “metodicidad salvaje” -muy tenue y tácita, por cierto- vinculada íntimamente al contenido de los temas desarrollados. Esta metodicidad descansaría en el uso crítico de la imaginación. En efecto, se trataría de una imaginación crítica, no escapista ni edificante, sino delatora, la cual descompone y denuncia, contamina y destituye las mitologías y narrativas liberales ceñidas a la idea de progreso, para dar paso a una complejización teórica fuertemente entramada con la historia, exponiendo sólidamente la tesis central: desmontar la ingenua y excluyente relación entre totalitarismo (fascismo) y democracia (neoliberalismo).

Me explico. El principal eje articulador del texto consiste en historizar el fascismo, dando cuenta de sus modos de mutación y acoplamiento a políticas neoliberales, tanto a nivel molar como molecular. Esto significa mostrar cómo los procesos de acumulación por desposesión y precarización de la vida humana, así como los procesos de devastación de la naturaleza basados en el modelo de la hiperproductividad, no sólo son inherentes al capitalismo y se ven intensificados con el neoliberalismo, sino que, además, conducen a escenarios de represión extrema, de agudización de las desigualdades y de la instalación de dispositivos de control social y discursos securitarios capaces de introducirse silenciosa y soterradamente dentro de los “sentidos comunes” (cada vez más individualizados) de las democracias (neo)liberales. Por lo mismo, lo que la historiografía oficial ha presentado como un “excepcionalismo fascista”, motivado por una supuesta reacción “romántica” contra la técnica, industrialización y homogeneización modernas, es lo que Villalobos-Ruminott critica. Tal romantización excepcionalista del fascismo, centrada en la exacerbación de la identidad soberanista y en un deseo de expandir el sentido de la tierra en cuanto nomos y comunitas (léanse los dos extremos: tanto la narrativa refundacional y destinal de los valores nazis como la hipertrofia del internacionalismo y del estado burocrático en manos del stalinismo), sería, en realidad, una visión reducida del fenómeno fascista, cuya operatividad, a primera vista, lo distanciaría diamentralmente del neoliberalismo.

Así, esta mirada tradicional contemplaría al fascismo de manera aislada, arrebatándolo de una visión de largo aliento, y produciendo la invisibilización del mismo en el ejercicio actual del poder. Por cierto, lo que realiza Villalobos-Ruminott, gracias a un riguroso análisis, es volver a relacionar el fascismo con la modernidad y, de manera más intensificada y molecular, con la maquinaria neoliberal. Ello quedaría plasmado en fenómenos como son los mecanismos de control de masas, ya sea a través del disciplinamiento tradicional, ahora molecularmente introyectado ("Y no sólo porque llevamos un policía en el interior, sino porque la lógica corporativa y privatizadora del neoliberalismo hace de cada uno no sólo un empresario de sí mismo, sino un vigilante de los demás" p. 100), los fake news en redes sociales y la colonización de la esfera habermassiana de la opinión pública por los grandes medios de comunicación. Pero también se manifestaría en mutaciones de otras variadísima índole como serían los modos de administración poblacional y el lenguaje estadístico que en ellos impera; la producción y reproducción de discursos sociales e individuales cargados de racismo, sexismo y clasismo; la espectacularización de la vida y la instrumentalización de los cuerpos; la despotenciación y banalización de la juventud gracias a la labor sedante de los ideales pedagógicos promovidos desde la presunta “alta cultura” (como queda expresado en el notable artículo dedicado a Pasolini); la generación de condiciones de posibilidad que permitan incrementar la acumulación y concentración de capital por medio de la colonización de las estructuras del Estado, con sus efectos de agudización de las desigualdades y precarización de la vida; la labor criminal y represiva que cumple la policía militarizada, de cuyas acciones son víctimas muchos de quienes se oponen a los intereses de los sectores corporativos-empresariales que esta policía militarizada resguarda; la instauración de una visión antropológica centrada en el concepto del homo oeconomicus, la cual permite instalar una explotación y expoliación catastrófica del hombre sobre la naturaleza (cuestión abierta ya desde la modernidad cartesiana e intensificada hasta lo insostenible por el modelo capitalista en su fase neoliberal) y que, a mi juicio, puede denominarse como una “conquista por devastación”. Todo lo anterior implica criticar la relación excluyente entre fascismo totalitario y neoliberalismo democrático, manifestando, por el contrario, su íntima ligazón, ahora bajo formas molares y moleculares. En fin, el (neo)fascismo correspondería a la consumación de la democracia liberal, entendida a partir de la idea de una materialización onto-teo-teleológica de los principios de acumulación de capital, explotación del trabajo, devastación del mundo y capturas homogeneizante de las formas-de-vida.

Justamente será ése el terreno donde la imaginación crítica despliegue su uso: en la desarticulación del binomio dicotómico democracia/totalitarismo. Y tal uso es significativo cuando se realiza con una sorprendente variedad teórica y agudeza histórica, capaz de profundizar en asociaciones entre ámbitos a primera vista tan disímiles como la ficción reflexiva (el Deutsche Requiem de Borges), la estética-política, el psicoanálisis de masas (la reactivación de la psicología de Reich), la teoría social, el feminismo, los estudios culturales y otros. Todo lo anterior nos invita a adoptar una mirada genealógica ante, por un lado, la matriz de un neoliberalismo gubernamental que prescinde de toda narrativa épica y, de otro lado, sus lazos de continuidad y discontinuidad, de mutación y solapamiento, con el otrora fascismo histórico anclado a la soberanía monumental del Estado-Nación.

En efecto, esta imaginación en su variante crítica, no huidiza ni reproductora de una narración histórica destinada hacia un presunto telos redentor, es la que permitirá apuntar sus dardos, para desarticularlo, contaminarlo y transgredirlo, hacia el anestesiamiento de los sentidos y, también, hacia los mitos constitutivos de –lo que el autor llama- la filosofía de la historia del capital. Imaginación crítica, entendida a partir de la impureza, y cuya virtud ejerce un trabajo de contaminación del orden existente antes que la promesa salvífica de fundar un nuevo orden.

Sin embargo, también –aunque en menor medida- Villalobos-Ruminott despliega una imaginación afirmativa. Imaginación afirmativa enraizada en el devenir común y en el conatus existencial, que excede cualquier tipo de facultad subjetiva del psicologismo, a la vez que marca distancia (y resiste) ante cualquier tentativa del poder que busque objetivarla con una etiqueta funcional al disciplinamiento académico.Podríamos decir que la imaginación afirmativa se constituye en contrapoder precisamente porque nunca llega a constituirse como tal, porque no se consume en la imaginación crítica pero tampoco se consuma en un acto, pues permanece bordeando la inminencia e inmanencia de toda conclusión taxativa.

Así, el asumir el devenir abierto con que se derrama la vida, como la sangre en una herida inclausurable, sucia e irreductible a la avidez de transparencia del poder global, esta imaginación mancha y marcha , es decir, que, mientras se moviliza por las entrañas de la ciudad neofascista, contamina todo a su paso, lo cual queda expresado en las consignas de la revuelta, en los carteles, en los rayados, en los cuerpos, en lxs mutiladxs y lxs asesinadxs. También queda signada en la escritura y -¿por qué no?- en el “lanzamiento” impreso del libro de Villalobos-Ruminott: como aproximación al conatus existencial, una lanza que es lanzada hacia el infinito, un libro-lanza que nuestra mano coge y hace resplanceder entre sus dedos, sus anotaciones, sus sebrayados, recuperando, en plena asonada virtual, la perseverancia de la dimensión mundanal del mundo y de la lectura. En esa experiencia de la lectura material se logra entretejer el deseo con la potencia del viviente de un existir capaz de destituir los privilegios metafísicos de un Ser reducido a su mera representación visual, virtual, algorítmica o semántica. Así, no la imaginación de un futuro ideal, sino el despliegue crítico-imaginal, es decir, la acción del imaginar –crítica y afirmativamente- se torna un modo de resistencia que resiste toda clausura de la imagen, la rebelión de un comunismo sucio derramada sobre la transparencia de un planeta que, cuan cámara securitaria, fantasea con controlar y reducir todos los rincones del mundo, incluida la porosidad de este libro, a la planicie y transparencia de lo global.

Asediar al fascismo, por ende, no consiste en movilizarnos a partir de una luz ingenua, de la prístina claridad lumínica de la ficción y de la pedagogía, sino en el aferrarse a una imaginación productiva que resiste al centro de la tormenta, en la fricción sobre los cuerpos. De ahí que en algunos artículos nazcan figuras afirmativas como las que exponen la potencia incapturable del migrante, el "cosmopolitismo salvaje", la calidad de paria sin atributos del palestino o la emancipación de los sentidos que danzan en medio de las revueltas, suspendiendo las formas de vida docilizada. Estas figuras, emanadas desde la imaginación afirmativa de un autor en sintonía con la revueltas, ponen en jaque el neoliberalismo y resplandecen, como luz de molotov, a través de las páginas, irrigando las venas de nuestras manos. Todas ellas expresan un pensamiento que transmuta su reflexividad en la firmeza de un arma presente y que , performativamente, también es capaz de decir “presente”.

La luz de este libro enciende la lucha rasgando el velo de la noche en la inmovilidad de la pandemia. Es un libro intempestivo y que deviene la quema de toda llanura, como sólo puede hacerlo el fuego que porta la luz del relámpago: la luz que arde.

lunes, 8 de febrero de 2021

Asesinos



A Francisco Martínez, por su nombre.

Asesinos. Así es. No hay más. Desde ahora no habrá más. No habrá más sangre derramada en vano, ni dejaremos la puerta abierta para escuchar sus burlas de cómo se escudan en los errados procedimientos, en un hecho aislado, en una lamentable desproporción en el uso de la fuerza, en un confuso control de identidad y legítima defensa. Asesinos. Se los juro, se los juramos: ya no más. No quedarán más pacos impunes, ni habrá más policía militarizada que pase por las calles como empresario por su casa. No habrá más violencia de Estado anclada a la bandera ni pacos que por cuidar el bolsillo de los poderosos pueda dormir en paz con su señor feudal, señor militar, señor empresarial. No será gratis la violencia en contra de los excluidos, el deshacerse de los desechables, el destrozar el cuerpo de los cualquiera. No dejaremos que la sangre derramada permanezca simplemente derramada, hasta secarse bajo los altares de iglesias. Lo juramos: haremos río de fuego con ella, lava de sangre que sangre. Pues, la sangre de Francisco Martínez -junto a la de tantos que ustedes han asesinado- brilla y quema, es sangre que enciende otras sangres, sangre que vive hasta en la muerte, sangre-lava, sangre-magma-tierra que ensucia; es sangre de todas las sangres, río de sangre hecho del cuerpo candente de todos los mártires; río de sangre sin cauce ni represas, sin gobierno ni cobardías, sangre roja, roja, impura, ancestral, histórica y presente, como todo lo que ustedes, hijos bastardos de la dictadura y del gran capital, desprecian porque temen: el ardor que libera.