Macondo es narrado desde el mito. Cuando se ha retirado lo peor de la hojarasca, y aunque haya dejado su hedor putrefacto entre los caminos, recién ahí emerge una porción de aire fresco. Una ráfaga de lucidez que, sin embargo, sigue remitiendo, como trauma insuperable, a la catástrofe que trajo aparejada la hojarasca.
"La hojarasca" (1955) es la primera novela de García Márquez. Ella, también, inicia, crea o da fe del imaginario mítico de Macondo.
El tema central de la novela descansa en un conflicto trágico y universal, el cual remite a Antígona de Sófocles: la lucha entre, de un lado, la inalienable e incondicional dignidad humana (basada en un supuesto derecho natural), con el justo derecho de todos los muertos a ser enterrados, y, de otro lado, el (re)sentimiento humano de una sociedad degradada y víctima del capital, que entiende la justicia como venganza (derecho consuetudinario y contextual).
No obstante, esta obra rebasa con creces su tema. Antes que quedar reducida a la historia, ella funda mundo. Esa es, tal vez, la principal virtud del realismo mágico: la fundación de una identidad donde, pese a provocarnos un profundo extrañamiento, siempre nos estamos reconociendo en cuanto latinoamericanos, con toda la gran dosis de diversidad que ello implica. Somos latinoamericanos -parece decirnos tanto esta novela como gran parte del primer Boom-. Lo somos, pese a la hojarasca; incluyendo a la hojarasca.
Macondo es narrado desde el mito. Cuando se ha retirado lo peor de la hojarasca, y aunque haya dejado su hedor putrefacto entre los caminos, recién ahí emerge una porción de aire fresco. Una ráfaga de lucidez que, sin embargo, sigue remitiendo, como trauma insuperable, a la catástrofe que trajo aparejada la hojarasca.
"La hojarasca" (1955) es la primera novela de García Márquez. Ella, también, inicia, crea o da fe del imaginario mítico de Macondo.
El tema central de la novela descansa en un conflicto trágico y universal, el cual remite a Antígona de Sófocles: la lucha entre, de un lado, la inalienable e incondicional dignidad humana (basada en un supuesto derecho natural), con el justo derecho de todos los muertos a ser enterrados, y, de otro lado, el (re)sentimiento humano de una sociedad degradada y víctima del capital, que entiende la justicia como venganza (derecho consuetudinario y contextual).
No obstante, esta obra rebasa con creces su tema. Antes que quedar reducida a la historia, ella funda mundo. Esa es, tal vez, la principal virtud del realismo mágico: la fundación de una identidad donde, pese a provocarnos un profundo extrañamiento, siempre nos estamos reconociendo en cuanto latinoamericanos, con toda la gran dosis de diversidad que ello implica. Somos latinoamericanos -parece decirnos tanto esta novela como gran parte del primer Boom-. Lo somos, pese a la hojarasca; incluyendo a la hojarasca.
Pero, ¿qué simboliza la hojarasca? El caudal de deshechos, corrupción y devastación que viene aparejador con la modernidad y sus procesos de capitalismo extractivista.
¿Que la causa efectivamente? El asentamiento de la industria bananera.
Así, la hojarasca simboliza la explotación y cosificación de los modos de producción extractivistas de comienzos del siglo XX, pero también la miseria y desolación con que condena, trágicamente, a los pueblos donde el capitalismo posa sus garras depredadoras.
Esta figura innombrable -solo nombrada por García Márquez como la compañía bananera- , cuenta con un correlato histórico. En efecto, representa el asentamiento de la United Fruit Company en la región caribeña de Colombia, la cual, después de casi 30 años de haber devastado la zona, explotado a los trabajadores, monopolizado el comercio, instalado formas de vida alienantes, masacrado huelgas de trabajadores, consumido gran parte de los recursos, inutilizado el suelo y, por cierto, generado millonarias ganancias para los capitales estadounidenses, se retira de la zona hacia el año 1929.
Y ¿qué deja la hojarasca? A ella misma: miseria, putrefacción y murmullos. Miedo y rencor. Pero, en esos mismos murmullos, también habita una porción de aire que permite atestiguar (y tener fe en) el mito de Macondo.
Por lo mismo, Macondo florece desde la tierra movediza, pero siempre significativa, de la imaginación. La novela se estructura a partir de tres soliloquios que, a su vez, expresan la distinta valoración que se hace de la hojarasca: el viejo Coronel, quien, portador de una moral católica y tradicional, es testigo y defensor nostálgico de un Macondo aldeano, anterior a las corrupciones de la modernidad; su hija Isabel, quien, contemporánea al auge y caída de Macondo, replica, en su frustrada vida personal, la misma decadencia trágica del pueblo; y el hijo de aquella, un niño de apenas doce años, que, con la mirada reluciente y creativa de la inocencia, encarna la ilusión de un mundo nuevo.
La fundación de tal mundo nuevo, el cual no niegue la delirante fascinación que despierta los murmullos de la hojarasca, del teatro y del ferrocarril, sólo podrá ser fruto de una novela, es decir, de la conjunción de la palabra, el recuerdo y la imaginación. En esa acción residirá el origen sin origen de Macondo y su realismo mágico: en la manera en que García Márquez nos crea, retrata y retoca.
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