lunes, 20 de febrero de 2017

Sobre catedrales medievales.

Durante el Siglo XIII la Europa Medieval vivió un período de consolidación cultural el cual logró dar frutos tan exuberantes como las catedrales. Dichas edificaciones representaron la unificación de voluntades de los habitantes de un pueblo, voluntades que contaron con la virtud de converger en un proyecto común determinado. A través de variadas generaciones las catedrales fueron construidas no sólo en pos de ofrecer a Dios una alabanza; también sedimentaron una cohesión propiamente comunitaria. Estas construcciones en su calidad de monumentos sin nombre, es decir, en tanto edificaciones destinadas a quedar impresas en la memoria temporal de los hombres a pesar de referir a algo eterno (Dios), pusieron en operación un caudal de voluntades que confluyeron en lo sagrado: cada individuo destinó su propia finalidad a la finalidad de todos con miras a Dios. Aquel fue precisamente el clímax del núcleo cultural medieval: Dios en su doble dimensión. Un tipo de Dios que, tal cual como los maderos de la cruz, se concebía como horizontalidad y verticalidad a la vez. Esto es, como fortificación de los lazos comunitarios entre los hombres en su dimensión horizontal y como práctica de oración y alabanza iluminadas en su verticalidad. Abrazo unificador de los prójimos entre sí, por un lado, y disparo destinado a la trascendencia, por otro. Así, las catedrales medievales fueron un lugar de encuentro social y de encuentro espiritual. Alrededor de ellas los individuos se tornaban no sólo individuos hermanados por la misma finalidad salvífica, sino también "creaturas creadoras". En definitiva, se tornaban hombres dignos de recibir la luz divina pues habían desplegado su mejor versión de sí para con Dios y su mejor versión de sí entre ellos mismos. El lugar de encuentro social de las catedrales apuntaba a solidificar los lazos comunitarios por múltiple número de generaciones mientras duraba su construcción, al mismo tiempo que hacía de cada individuo partícipe un grano de arena incluido en un proyecto común, miembro de una identidad político-religiosa.

A su vez las catedrales también constituyeron un lugar de encuentro en el plano trascendente para los fieles que se congregaban en ellas. En efecto, en las catedrales se realizaba la experiencia horizontal del madero de la cruz: el encuentro con la divinidad en tanto juego de ascendencia de la alabanza y de descendencia de la Gracia. En concreto, era por medio de los cantos religiosos de raíz polifónica ejecutados por los coros que los hombres elevaban su alabanza hacia Dios. El canto polifónico como palabra alada y flotante que se encauza en las naves de la edificación para ir ascendiendo por las torres góticas –esas otras alabanzas de piedra verbalizadas- hasta perderse en la esperanza de ser oída por Dios. Esperanza de escucha que recibía su respuesta en otros códigos. Porque era en la luz descendente de los vitrales, en la luz coloreada que ellos filtraban a ciertas horas de la tarde donde Dios respondía iluminando paulatinamente gran parte del recinto. Dios daba la cara sin mostrar su rostro. En el fenómeno visual de la luz, condición de posibilidad de la aparición de las cosas, requisito necesario de la presencia del mundo, los hombres iluminaban sus deseos, vestían de certeza todo su poder invocatorio. Luz que muestra otras cosas sin ser nunca vista ella por sí sola. La dinámica alabanza musical / respuesta visual caracterizaba ese otro lugar de encuentro entre el canto y la luz, entre los hombres y Dios teniendo como matriz mítica la verticalidad del madero de la cruz.


De este modo, las catedrales medievales no sólo representaban edificaciones funcionales al poder eclesiástico de finales de la Edad Media, en cuyos alrededores el comercio florecía de modo ostensible. Contemplado a partir de un prisma simbólico tales edificaciones también representaron una experiencia de doble encuentro: horizontal, entre la comunidad, y vertical, entre los hombres y Dios. Dicho de otra manera, desde la labor de su construcción hasta las experiencias religiosas que en ellas se alojaban, las catedrales se forjaron como lugar de encuentro de la comunidad consigo misma y del hombre con sus aspiraciones de trascendencia.

viernes, 17 de febrero de 2017

Sobre sexo y sexualidad. El goce y el placer.

A través de gran parte de la historia de las sociedades occidentales la sexualidad ha estado estrechamente vinculada con el sexo. Sexo entendido en calidad de órgano corporal característico ya sea de lo masculino (el falo) o de lo femenino (la vagina). En efecto, desde la fuerza natural de los sexos constituidos biológicamente occidente ha representado el goce sexual como íntimamente ligado a tales órganos. El centro del goce que hace arder a los cuerpos han sido los sexos.

Sin embargo existe un amplio registro de culturas no occidentales que han indagado de manera más profunda, incluso casi mística, en diversos modos de experimentar la sexualidad. Así tenemos los casos de la India y Japón, donde el goce sexual tiende a desterritorializarse de sus coordenadas naturalmente establecidas, es decir, a referir a una multiplicidad de aspectos que rebasan lo sexual, para derivar en una fuga dirigida hacia placeres. Placeres que, dicho sea de paso, no sólo introducen un efecto de intensidad y extensión del goce sexual mismo, sino que también son capaces de explotar formas de expresión sexual que elevan el cuerpo a dimensiones desconocidas, a vías de escape que superando lo meramente conceptual o el sentido heredado de lo religioso, nos vuelven a conectar con la Unidad que se esconde tras lo fragmentario. Una de esas vías de escape es la que intenta volver a tender puentes entre los individuos discontinuos, entre las subjetividades fragmentadas. O sea, en parte de estas culturas no-occidentales el sexo operaría como retorno a un flujo de continuidad por medio del placer del prójimo en tanto necesariamente enraizado con el nuestro gracias al puente de la sexualidad. El placer no se encontraría en el goce personal y biológico, sino en que nuestro deseo generase otro deseo en el deseo del otro. Dar placer. No gozar de modo animalesco y egoista, por un instinto de satisfacer necesidades pulsionales. Más bien derivar el goce en el placer de hacer gozar al otro. Una lucha del deseo que posee como eje de acción al cuerpo en tanto complejo entramado de fuerzas que escapan a sí mismas, que se disparan hacia campos ingobernables. Intensidades y extensiones de la libido. Imaginación en la facticidad del cuerpo. Lo más profundo es la piel.

Algunos llaman a dicho fenómeno propio de aquellas culturas no-occidentales aspectos espirituales de la sexualidad. No lo sé. Lo que sí sé es que este contraste tan firmemente acentuado entre el goce de las culturas occidentales y el placer de otras culturas milenarias nos invita a repensar la sexualidad más allá de su reducción a los sexos en tanto órganos de placer, con todas las connotaciones políticas que ello conlleva.

Según Foucault cuando la sexualidad se orienta a su aspecto funcional dentro de la sociedad deriva generalmente en simples moralismos. Tal cual como ocurre con la imposición religiosa y su pavor al placer. Allí, el goce sexual sólo se permite en estado matrimonial o para fines reproductivos, esto es, bajo los dispositivos de poder impuestos por la misma religión hegemónica. Ello le resulta funcional a las sociedades disciplinarias y a la economía capitalista -siempre en alianza con el cristianismo- las cuales mantienen las regulaciones de la libido bajo un mecanismo que equilibre el orden social abocado a su finalidad productiva.

Por otra parte, también la sexualidad se transforma en objeto de saber al momento en que se estructura bajo el acto de la confesión. Para Foucault la trama emanada del diverso tipo de confesiones, la que abre sus piernas ante el frío instrumento médico, la que se da en el diván de espaldas al psicoanalista, la que espera expiar sus culpas ante el confesionario de la Iglesia, la del adolescente perdido que clama un consejo en la oficina del profesor, todo ese tipo de confesiones van configurando un saber sobre lo sexual que sirve de base para el ejercicio del poder disciplinar. Este poder disciplinar estipula las prácticas, restringe los usos, amputa las áreas del placer derivando el deseo hacia el goce. En definitiva, bajo dicho saber sobre lo sexual se delimita el rango de lo normal y lo anormal, de lo recto y de lo desviado, de lo sano y lo perverso, haciendo tender la sexualidad hacia el sexo, hacia un tipo de práctica prefijada.


En ese sentido el caso del Marqués de Sade es paradigmático. En sus novelas se visibiliza aquella misma capacidad exploratoria de descentrar los sexos. Novelas repletas de cuerpos motivando a otros cuerpos y resistiéndose a otros cuerpos, padeciendo otros cuerpos. Universos de sumisión y dominación. Cuerpos que afloran de deseo por algo que siempre excede a la corporalidad misma pero que, no obstante, yace enmarcado bajo sus mismas fronteras. Imaginarios sexuales. Palabras inconfesables que se escupen con sed de ser escuchadas de vuelta. Las novelas de Sade afrontan la sexualidad trascendiendo lo biológico y la moral cristiana de la época, pero sobretodo trascendiendo el orden del goce, siempre adherido a los sexos y sus entornos, para hacerlo estallar hacia límites insospechados. Por eso el escándalo de Sade en su tiempo. Porque es pura invitación al placer más ingobernable de todos. Ése estado donde nos fugamos del goce fálico para fugarnos en el placer y el fervor caótico, oscuro e inconfesable que el mismo placer porta. Y lo que porta el placer no es reflejo nuestro ni cae bajo nuestro control. Lo que porta el placer nos seduce. Lo que porta el placer sólo él lo sabe. 

sábado, 4 de febrero de 2017

Sobre "El navegante". Una lectura existencial.

Imaginemos una escena que trascienda toda representación, como si se tratase del movimiento inverso al acto de recordar lo que jamás hemos visto. Imaginemos lo inimaginable. La pintura capaz de desbordar el marco que la fija, que la sujeta, que la ordena dentro del mundo. ¿Podemos hacerlo? 

Ese tipo de experiencia, una experiencia tan contradictoria como singular, es la que nos impacta a la hora de leer las breves páginas que conforman el poema medieval "El navegante". Efectivamente, en esta obra anónima que data del Siglo IX, y la cual yace circunscrita dentro de los orígenes y cumbres de la poesía anglosajona, no sólo se describen, en un tono de vibrante personalidad, los tormentos propios del hombre que navega a la deriva, entregado a su radical soledad y a las penurias físicas de su labor por sobrevivir: 

Puedo pregonar por mí mismo este canto en momentos de zozobra, / la amarga verdad de mi travesía; / cómo mi cuerpo, en ásperos días, / resistió privaciones y penalidades.

Tampoco es únicamente un canto repleto de luces y sombras, opuestas de modo dicotómico.  El navegante supera con creces esa fácil esquematización binaria. Si bien se hacen evidentes el orgullo y la robustez de la voz enunciativa, de un hombre que pone en juego el total de su existencia ante una búsqueda que lo arrebata, como también lo son las críticas que realiza a la decadencia y corrupción distintiva de quienes permanecen arraigados en tierra firme envueltos en la cobardía de la seguridad, la fuerza del poema va más allá de tal conceptualización dinámica:

A los que hacen de su vida un festín / esperando del destino privilegios y dividendos, / anegados en la vana riqueza y en el vino, no los conmueve mi aflicción, / mi yerta vigilia aguantando la pavorosa cólera del mar. 

Hay algo más importante que eso. Algo desde donde adviene el terror profundo del poema. Me parece que eso es la sed de lo imposible. Es la opacidad de un destino que a pesar de nunca llegar a ser reformulado por el hombre, no obstante, sí puede ser transitado y vivido. Como si, por un lado, el acceso a la respuesta al qué es la existencia se encontrara velada, pero, por otro lado, tuviésemos la posibilidad de vivenciar esa misma privación, no sabiendo el "por qué" y remitiéndonos a deslizarnos por el "cómo", el navegante es pura encarnación del padecimiento trágico de lo imposible: la llama que arde entre la voluntad de saber qué es lo que está siendo vivido y la voluntad de vivir lo que está siendo visto. De lo visto no se sabe aunque se viva: es el insondable designio final que nunca se muestra pero que se padece en tanto se lo busca. 

Quizás desde este poema se haya empezado a fraguar gran parte de la ambición de verdad característica de la modernidad eurocéntrica. En él se expresa un deseo desmedido por aprehender lo imposible, junto a un deseo desmedido de autorreferencia ante los dolores generados a partir de dicha imposibilidad. Se trata de hacer la experiencia del desborde y sufrir la muerte en su intento. Una especie de sacrificio y paganismo medieval. De ahí la impúdica exposición que el navegante hace de sus propios tormentos. Al final esto podría explicarse gracias a la naturaleza del navegante: es un hombre más, un ser proveniente del pecado y estabilidad corrupta propios de la tierra, con todo el afán de posesión y dominio que ella posee.  Animal despojado de su hábitat, prolongación de su mirada cartográfica que ahora batalla sobre tempestades desconocidas, su anhelo de sentido siempre es desbordado por la torrencial fuerza del devenir oceánico. 

Mi alma, ardiendo de nostalgia, / dispone anhelos e ilusiones por estos ignorados confines, /  los escarpados derroteros oceánicos.

Ese territorio de praderas oscilantes que es el océano, representa la primacía de la lucha entre el hombre y el sinsentido. Podemos llegar a dibujar estelas en el mar ayudados por mil constelaciones astrales, pero todas se verán destinadas al mismo puerto: la verdad de la nada. A su vez, nos seguiremos obstinando en constatar dicha nada, dicha tragedia que se opone a nuestro deseo de absoluto, de eternidad o de redención. Casas en el mar, vana pretensión de Paraíso. Porque si el mar es amenaza y riesgo en cuanto se opone a la certeza y al arraigo de la tierra, también la amplitud irrevocable del océano es posibilidad y búsqueda de nuevos sentidos, búsqueda apasionada y desesperada por trascender la comodidad del aquí. Todo lo grandioso merece un sacrificio. El navegante lo sabe. No obstante, el sacrificio en este caso se vincula con la desterritorialización, o sea, con la carencia de toda acogida, con la falta de hospitalidad: con la locura. Nadie escucha el sinsentido que el navegante viene a profetizar porque todo el cosmos está sordo, sordo y loco, todo el universo se agota en su devenir, y ésa precisamente es la constatación de la inaccesibilidad ante el posible sentido: ese es el sinsentido de la sordera. El sentido es sinsentido porque entre Dios y el hombre hay un abismo, nada que asegure el acceso a Su esencia. El Plan Divino se torna insondable. La locura emerge como puro devenir en cosmos, como puro impedimento de acceso al sentido. El hombre tiene sed de Dios en cuanto añora conocer ese sentido, pero toda su peregrinación por los mares de la existencia plasman el despliegue del sinsentido. Negación no tanto del sentido, sino de nuestras capacidades para aprehenderlo y, por ello mismo, encarnación vital del sinsentido. 

Pero el oro que acumularon en este mundo / no podrá aliviar la ira de Dios / ante sus almas cargadas de culpas. / Vano es regocijarse en fama, espada o fortuna. / No hay ardides que puedan torcer / el inapelable arbitrio de Dios, / quien al mundo puso en marcha con sus terruños, mares y firmamentos.

El navegante es menos iluso que cualquier hombre de fe, ya que omite centrarse en los consuelos y espejismos en los cuales descansan las religiones. No da palmadas de apoyo a su propia espalda. El navegante no se autoengaña: se desgarra ante una voluntad de saber que siempre lo excederá y que destroza su existencia en tanto se ha superpuesto a la voluntad de vivir. Como si se tratara de un pozo infinito ávido de ser llenado pero el cual sólo tiene allí, delante suyo, la finitud de las cosas terrenales, el navegante es carcomido por el eco vacío de su propia tragedia: la de ser incapaz de acoger ese infinito que añora con todas sus fuerzas