La generalizada convulsión
social emergida el 18 de Octubre ha retrocedido producto del coronavirus.
Anoche, 29 de Marzo, ocasión en que se recuerda el asesinato de los hermanos
Vergara a manos de la dictadura cívico-militar de Pinochet, los focos de protestas
fueron puntuales y no contaron con mayor difusión por parte de los medios de
comunicación. Ello no significa, sin embargo, que la revuelta popular esté
declinando, sino sólo su estancia latente, su suspensión momentánea, causada
por la pandemia que azota a la mayoría de los países del orbe. Es más, gran
parte de las demandas centrales de aquel 18-O, esto es, la recuperación de la
dignidad social y la participación política, por un lado, así como la lucha
contra la desigualdad económica abogando por el retroceso de un mercado en pos
de reimaginar el sentido de lo público, se han fortificado tras los paupérrimos
modos de recepcionar las consecuencias derivadas del virus por parte del
gobierno de Piñera, sumado a a los déficit estructurales del modelo.
Lo que ha develado esta
pandemia a nivel mundial, y aún más en el caso de Chile, ha sido el fracaso
estructural del modelo neoliberal a la hora de cautelar la vida de los
ciudadanos, particularmente desde una perspectiva de derechos sociales. Para
nadie es novedad que el Estado en Chile reducido progresivamente su presencia y
eficiencia desde la implementación de las políticas neoliberales de los Chicago
Boys. Esas mismas políticas, profundizadas por los gobiernos de la Concertación
y la Nueva Mayoría bajo una presunta renovación libremercadista de la izquierda,
pretendían restringir el rol del Estado a una actividad reguladora del mercado
con tal de evitar los abusos y la generación de monopolios y colusiones por
parte de los grupos de poder económico. Pero eso estuvo lejos de suceder. Lo
que ocurrió fue un constante traspaso de fondos públicos al sector privado en
casi todos los ámbitos de la sociedad, una colonización de la política
institucionalizada (que perdió su legitimidad representativa) por parte de los
grandes grupos económicos, y un terreno despejado de obstáculos para el
empresariado, donde el Estado sólo se abocó a cumplir un rol subsidiario.
Un Estado subsidiario; un
país que privatizó los derechos sociales. Ni genuina política ni poderes
intermedios de trabajadores organizados, es decir, fuertes sindicatos. Nada de
eso. Sálvese quien pueda, cada cual con sus propias uñas; todo, supuestamente, fruto
de su esfuerzo y talento; tienen lo que merecen: Chile el reino de la meritocracia.
Chile terminó convertido en un paraíso para los inversores extranjeros, en una
sociedad enferma de consumismo compulsivo, degradada en sus valores comunitarios
y solidarios, los cuales hoy sólo quedan expresados, como un eco lejano y difuso,
en ese espectáculo televisivo y generador de estereotipos que es la Teletón. La
erosión de lo comunitario abrió paso a
un individualismo extremo, a una soberbia y petulancia basada en los índices y
en los ranking, es decir, en todo aquello que pueda ser medible, para luego
presentarse en términos comparativos, en números y cifras manejables y puestos
en competencia. Así, los derechos sociales más fundamentales de la sociedad
quedaron hipotecados, entregados a manos del mercado y de quienes lucran con
ellos: educación para ingenieros comerciales, salud para altos directorios de
clínicas privadas, seguridad social para traficantes de fondos y especuladores
financieros.
Pues bien, enfocándonos
en la salud -cuestión que hoy urge por el coronavirus- bien podemos recalcar lo
que ya señaló Macron en Francia- quien precisamente está lejos de ser un
político de izquierda-: debemos volver a concebir la salud pública como un
valor. A Chile le caen de cajón esas palabras. Durante las próximas semanas, la
fragilidad de la salud pública chilena, desamparada por el Estado décadas tras
décadas, quedará desnuda, poniendo en serio riesgo la vida de miles de
pacientes, especialmente los pertenecientes a grupos de riesgo, o sea, adultos
mayores, diabéticos y personas con problemas respiratorios.
¿Qué hacer? El gobierno
ha tomado medidas. Medidas aparentemente fuertes en lo político pero que,
viniendo de un sector de derecha donde abundan los ideólogos neoliberales, nada
bueno se puede esperar. Si bien el Estado de Excepción Constitucional habilita
al Estado a la toma de medidas drásticas, pudiendo llegar a disponer
transitoriamente o a expropiar unilateralmente recintos de salud privados, los
cuales en Chile superan con creces en calidad, infraestructura e implementos a
los del sector público, el gobierno se ha limitado a arrendar ciertos inmuebles
(Espacio Riesco) o a plantear conversaciones con algunos propietarios de
clínicas privadas para compensarlos de manera económica por la eventual utilización
de dichos inmuebles.
Por otro lado, algunos
especulan que las cifras de infectados y fallecidos a causa del coronavirus
están siendo manipuladas por parte del Ministerio de Salud. Será algo que
tendrá que investigarse a su debido tiempo. Pero desde ya resulta sospechoso
que la curva de contagios, en un comienzo muy similar a la de España, haya
empezado decrecer (al día de hoy van oficialmente 2449 casos confirmados y 8
fallecidos). Aún más sospechoso cuando es evidente lo tardío y vacilante de las
medidas adoptadas: una cuarentena sectorial muy poco respetada y lo irrisorio
de un toque de queda aplicado en las horas menos críticas del día (desde las
22:00 hasta las 05:00) que privilegia la economía antes que la vida.
Es cierto. Parece que
dentro de un Estado tan disminuido como el chileno, imponer políticas y medidas
con sentido público y enfocadas a resguardar la ciudadanía implica reconocer lo
errado del modelo. Una vergüenza. O mejor dicho: transitar en un par de meses
del orgullo a la vergüenza. Pasar de ser un “oasis” de estabilidad dentro de la
región a su delirante espejismo levantado sobre escombros. Dicho de otro modo, implementar
políticas críticas para momentos críticos como éstos, sería ir en contra de lo
que fue el usufructo de gran parte del espectro político transicional: la
economía de libre mercado y el anestesiamiento social que, por más de 30 años,
le ofreció el mejor de los mundos posibles.
La manera cómo han girado
nuestros quehaceres cotidianos, desde el estrés del teletrabajo hasta la
angustia de precariedad laboral, desde las energías puestas al cuidado de
nuestros adultos mayores hasta la incertidumbre despertada por un mañana que
sólo nos entrega la seguridad de ser radicalmente distinto al ayer, demanda una
nueva responsabilidad del Estado. Generar subsidios para los trabajadores
impedidos de asistir a sus empleos que no tengan que salir de los bolsillos de
aquéllos; idear mecanismos y horarios menos extenuantes de teletrabajo que
apunten a sustituir la productividad como elemento esencial de la economía; repensar
nuestra relación de expoliación ilimitada de la naturaleza; resignificar el cuidado
desde una perspectiva de género con el fin de distribuir las labores domésticas
entre hombres y mujeres; en fin, superar el capitalismo y sus derivaciones consumistas
e individualistas, requerirá de un nuevo Estado. Un nuevo Estado cuyo riesgo consiste
en transformarse en una dictadura panóptica y distópica, es cierto, pero
también que en algún momento extenderá sus pliegues para invitarnos a la
disputa hegemónica dentro de su renovado campo de batalla.