Tras las cuádruples elecciones que se llevaron a cabo el fin de semana antepasado podríamos adoptar, al menos, dos perspectivas.
La primera es analítica, es decir, dedicada a desentrañar, descomponer y clarificar el corpus de resultados que arrojaron cada elección y el evento electoral en su totalidad. Así, se vuelve necesario destacar la importancia que adquirieron nuevos actores provenientes de los movimientos sociales y de fuerzas políticas. Esto se dio en la elección de Gobernadores Regionales (teniendo a Valparaíso como su ejemplo más decidor), pero, aún más en el plano de los gobiernos locales, con un fuerte sentido de cercanía con la ciudadanía. Allí resaltaron los triunfos de los candidatos del pacto forjado entre el Frente Amplio y el Partido Comunista, el cual logró arrebatar importantes municipios a la derecha (Maipú, Estación Central, Santiago, Viña del Mar, etc.), al mismo tiempo que logró conservar otros (Recoleta y Valparaíso, principalmente) como testimonio de la consolidación de su fuerzas.
Lo más significativo, desde esta mirada analítica, se hallaría marcado por el fracaso de la derecha en la Convención Constitucional. En efecto, fue incapaz de conseguir su declarada estrategia en base al bloqueo de 1/3 del quorum, cuya plasmación electoral debía traducirse en 52 escaños. Por el contrario, con sólo 39 convencionales declarados, sumado a un número reducido de adherentes de los pueblos originarios, la derecha se verá obligada a entrar al debate deliberativo. Esto se condice con el espíritu de una Convención dominada por independientes de diversos colores, pues destraba cualquier posición de bloque a priori y abre el camino a una discusión heterogénea, enriquecida por una pluralidad de perspectivas, ideas y experiencias, capaz de entretejer diálogos deliberativos con miras a avanzar hacia un horizonte de consenso, respeto y reconocimiento. En cierta medida, si nos limitamos exclusivamente análisis de la elección en cuanto resultados institucionales (es decir, si hacemos ciencia y teoría política), podemos afirmar que en ella no sólo se manifiesta un reordenamiento de los elementos del sistema, sino también que, en tal reordenamiento, se disponen las condiciones para establecer un diálogo auténtico, basado en la autonomía, la convicción y humildad intelectual, virtudes ciudadanas capaces de hacer florecer el debate. Por cierto, éste es el mejor escenario de cara a construir una democracia deliberativa, aquella centrada en el diálogo y en la búsqueda de las mejores razones bajo un principio rector de carácter ético-epistémico que tenga a la “verdad consensual” como eje central.
****
Sin embargo, también podemos leer estas elecciones a partir de un prisma más radical. El mismo hecho del triunfo de sectores no tradicionales, de la amplia paleta de independientes que resultaron electos, así como de la aplicación de la paridad de género y de los escaños reservados para pueblos originarios, sumado a la baja participación, se vuelven síntomas de un proceso más complejo y de repercusiones más profundas.
Ya no se trata de realizar el análisis de lo que hay, de lo que se evidenció en las elecciones, sino de lo que se insinúa o insulta, incluso mucho más allá de aquello que vemos, en los vértices de la historia. Se trata de un gesto que se suma con otros gestos, pero sin llegar a formar más que un cadáver exquisito (siempre vivo a la imaginación, claro está). Se trata de una carga de gestos y rupturas, de devenires y resistencias, de vaivenes y expresiones, los cuales, puestos en larga óptica de larga data pero también en términos contingentes, ya sea a nivel nacional como internacional, no cuentan con una explicación analítica, pues se rebelan contra la canalización institucional propia del sistema representativo. No se dejan representar en conceptos, ni tampoco en meros representantes de partidos políticos; siguen siendo una voluntad de potencia, de lucha, de energía destituyente emanada de la revuelta.
Lo que late bajo las
elecciones, me parece, es susceptible de interpretarse, pero no de
cuantificarse o decodificarse. Antes que una política racional, basada en un
proyecto en común sobre el cual decidir luego de hacer un cálculo de medios y
fines, lo que irrumpió dentro de la esfera electoral fue el magma ingobernable
de la calle, aquello que horada toda representatividad. Aquí no rigió la razón
y la claridad de los programas, con esa lógica tan lógica de votar por ideas como decisión determinante. El voto no
descansó en la tranquilidad de la razón, sino que relampagueó -hasta bien
entrada la madrugada del lunes- en la voluntad de lo común: desde la lucha. Los
que votamos, lo hicimos con el estómago, aunque no confiáramos en nada de esto,
aunque nos apeste el teatro barato de la democracia liberal-burguesa, aunque
supiéramos que el Acuerdo del 25 de Octubre del 2019 era una trampa. Votamos con
la imaginación y con el puño en alto, tal cual como se vivió durante la revuelta
o como se volverá a reactivar la revuelta: se votó con la acción compañera. Y
eso fue el gesto más radical, el gesto más sodomizador de la institucionalidad.
Por un segundo, deslizamos la corteza de una estructura de poder de la
democracia liberal-burguesa, pasando desde el discurso (nunca practicado) de la
moralina política fundado en el intelecto, en el programa, en el proyecto, en
la idea-país, hacia una política de la voluntad, de la potencia, de la
imaginación, del abrazo, de los cuerpos compañerxs arrojados, fosforesciendo
por la calle, ardientes en deseos. Ese desplazamiento, esa grieta, es la fisura
que ya ha empezado a expandirse para, antes que proponer un mundo soñado o un futuro
ideal e imposible de ser concretado (la clásica utopía asintótica), abrir paso
al puño en alto que, emanado desde la misma vibración del presente, seguirá
siendo lo irrepresentable del porvenir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario