domingo, 28 de noviembre de 2021

Reseña a "La mutación como destino" de Juan Manuel Rivas


Un principio que es transformación. Para el poeta, allí donde es posible desdoblarse en "el efecto que me produce esa cáscara reflejada en el espejo", se revela una profecía: su degradación, lejos de ser nulidad, constituye la amenaza de una mutación sin fin ni finalidad.

Si la teoría de la evolución de Darwin fue considerada por Freud como una herida narcisista en el orden civilizacional, dada la desmitificación divina y el rebajamiento del ser humano al nivel natural que ella implicaba, Rivas asume los efectos de aquel paradigma. Pero no lo hace mirando con nostalgia hacia el origen de las especies, sino hacia su destino: la mutación. Así, en el fondo del espejo, el poeta plantea un desfondo: "En estos días miramos los adefesios de la propia sombra dispositivos/el dopaje como propio templo/en el futuro/la infinita soledad". De ahí en adelante, el devenir.

Sin distinguir entre la consciencia de un extravío o un llamado chamanístico, lo fantasioso se introduce por el espejo. El metal (no la madera) que bordea a ese espejo configura los materiales con los que Rivas abordará su deriva Cyborg. Como si estallara cualquier identidad personal en mil esquirlas de resplandeciente incomprensión, allí, solo frente al espejo, el poeta es remecido por "el nacimiento de una angélica doctrina".

Las imágenes mediales, los látex del cansado cyberporno, el esquematismo de una ciudad entregada al diseño ajedrezado de sus trazos, el laberinto de un lenguaje formal, el deseo que se empeña por erotizar los metales, todo confluye en apertura de un sinsentido revelador: "hacia allá vamos", parece decir el lector cuando termina de leer los versos de Rivas. Y sí: "dejo pasar mi futuro que nunca tuvo cuerpo pasado".

Hacia el final, y en un suspiro de añejo antropomorfismo, el Cyborg emite su soliloquio transitorio: "Un ilusorio insecto catódico que no termina de fraguarse/magnetiza la soledad terrible de las plataformas espaciales". Ya ni el suicidio ni el deseo pueden (¿salvar?) proponer una salida a la nueva era. El fin no tiene fin.

Un poemario que impacta.

"La mutación como destino" (Ediciones Filacteria, 2018) de Juan Manuel Rivas.

viernes, 22 de octubre de 2021

Un ejercicio fenomenológico: sensación, afección y volición


"Vista desde el Pont Royal hacia el Pont Solférino" (1933) de Brassaï. 

Ha caído la noche. La luz se ha disipado dejando tras los montes sus últimos estertores. Un bostezo mudo e infinito emerge del horizonte: ya no se deja apreciar el oscilar de los árboles más lejanos, ni la danza de los pájaros. Lo único que distinguimos entre la oscuridad son las diminutas y distantes luces de algún auto que bordea el camino del río. La admiración ante el crepúsculo ha dado paso, casi imperceptible o inexplicablemente, a una creciente inquietud en el seno de la noche. Ahora empezamos un desplazamiento, emprendemos una transposición de los sentidos: debemos ver con los oídos; nos parece que, a falta de la visión, se ha intensificado la preponderancia de los sonidos. Claro, ahí escuchamos el ronco crujir de las ramas quebradizas y, a pesar que no los veamos, las imaginamos. Eso nos tranquiliza un poco, nos otorga cierta sensación de estabilidad: los árboles, aunque ya nadie los pueda ver, siguen allí. Sin embargo, la tranquilidad, en su velo de sutil delgadez, es desgarrada por los pavorosos gritos de los pájaros que avanzan in crecendo. Gritos provenientes de un abismo sin nombre ni presencia. La angustia nos vence: ya no somos seres naturales. Y lo reconocemos con vergüenza. Así que debemos volver a nuestro lugar.  Encendemos la luz. Después buscamos olvidarlo todo y nos disponemos a escribir, a engañarnos.

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Sensación, afección y volición. Esos son los tres niveles de conciencia, encadenados entre sí, que un análisis fenomenológico podría describir en el escrito anterior. En efecto, la sensación correspondería a la presencia perceptiva del paisaje mismo, a la mutación de éste alrededor de los ojos y oídos del narrador testigo. Esta sensación, no obstante, va despertando en el testigo una afección móvil, una afección que se desplaza desde el recuerdo de la admiración crepuscular hacia el progresivo pavor nocturno. Finalmente, la volición consiste en asumir la derrota: el testigo enciende la luz ante una amenaza misteriosa. He ahí su voluntad; y también su cobardía.

lunes, 20 de septiembre de 2021

Reseña a "Relicario", de Julio Rodajo. La respiración del respirar.

 


En los intersticios de una respiración profunda. Así parece haber sido escrito Relicario (Buenos Aires Poetry, 2021). Se trata de un poemario sobrio, sin pretensiones barroquistas, el cual genera sentido más gracias a la atmósfera ingrávida de lo que insinúa antes que a la sobreabundancia o banalidad del decir. Por cierto, a través de la mayoría de sus poemas, el mundo se presenta suspendido en la respiración de un lenguaje que nunca alcanza a abrazar los objetos que invoca. Respiración que constituye ella misma distancia, pero también aliento, alma, cuerpo descorporalizado y sediento de espíritu.

En Relicario prima una atmósfera metafísica. Se trata del aire sagaz que sobrevuela el abismo. Claro, no es el aire filoso del suicida que cae vertiginosamente por dicho abismo, ni tampoco el aire roto, catastrófico y estridente, del hombre desafortunado quien, producto de un accidente, azota su cabeza contra las rocas; ni la voluntad de sufrimiento y sacrificio del primero, ni la anecdótica y macabra casualidad del segundo. Relicario no habla ni de lo que el poeta tiene a la mano, ni de aquello que estallará frente a su vista. Más bien, con un ritmo reposado, Rodajo pule el aire, navega el vacío, respira su propia respiración en una cadencia infinita y siempre ávida de eternidad. El poeta habla de lo que no se puede hablar, de lo que no se alcanza a hablar (¿Dios? ¿El olvido? ¿La muerte?). Esa es la razón de que deba recurrir al susurro y al suspiro, a un tono menor, a veces deprimente, pero siempre extensivo, como todo lo grande, como todo lo profundo.

Así, ya desde el primer verso, en Exordio, se deja entrever, tal cual balbuceo agudo, la tensión radical entre finitud y la trascendencia:

Desde las ramas comienza el cielo

¡Gimen sus pájaros sin alas! (p. 11)

En un movimiento de opuestos, el oxímoron de impotencia expresa la imposibilidad del deseo de absoluto. En el poema siguiente, Acordes de obertura, Rodajo extiende esta tonalidad anímica, mostrándose culposo y circular:

Perdonen la demora.

Me he detenido en pensamientos vacíos

creyendo que luego del ocaso lograría dormir,

pero el insomnio me trae

nuevamente a cantarles mi agonía. (p.12)

Aquella imposibilidad metafísica y existencial a la hora de acceder a lo absoluto, cuenta con su correlato moral en la solicitud de perdón por la demora. El poeta, así, intuye que su esencia es aquella: la condena de morar, solitario, lo que demora: Hurto un mundo en mi hoja delirante / Soy deudo de mi duda, dueño de la Nada. (p.17)

En esta suspensión sobre la Nada, Rodajo continúa invitándonos a respirar los estertores largos de las planicies. Por ello, la dimensión óntica del mundo –en términos de Heidegger- se revela superflua, intrascendente y en permanente quietud, ausente u olvidada de cualquier origen:

Permanecen huellas de arenas

en los pies del que no camina

y un solo eco del silencio

viene desde una sombra ausente

para acostarse en esta tumba abierta. (p.25)

La desolación se ha entrañado en las vértebras del hablante. Tanto que, en una ráfaga de lúcida herejía, derrocha sus últimas energías para maldecir lo absurdo y lo enajenante contenido ya en los orígenes de la Creación: Hombre a quien todo lo humano le es ajeno, / lo contrario de Adán: / Nada. (p.29)

En medio del hastío, la figura de la amada -a ratos maldita bajo el rostro de Anabel, a ratos presa de un destino trágico-, se vuelve un faro que permite explorar otros parajes e intensidades. En este caso, se juega, casi cruelmente, con una esperanza de salvación mitológica, la cual tiende a desvanecerse en el absurdo:

No preguntes si hay alguien

solo entra al laberinto.

Serás redentora de ese otro

que soy a veces. (p.40)

Una páginas más adelante, se reaborda el tópico amoroso, pero adquiriendo ribetes místicos influenciados por Rilke. En efecto, Rodajo, a la hora de su despedida, pareciera estar comprometiéndose tanto con la amada como con Dios: Aprenderé que amar es tener manchas solares en los ojos. // Por ahora me despreocuparé del infinito / intentando no soñarte. (p.50)

Vale apuntar que cuando Rodajo aspira a lo absoluto, sólo encuentra preocupación por el infinito. De ahí que el deseo de trascendencia lo queme, como el éxtasis místico, con todas las manchas solares del universo. A su vez, aquejado por este dolor ante una trascendencia impotente, el poeta se torna incapaz de asumir una lucha perdida de antemano, y sólo intenta encontrar descanso en lo contrario al descanso mismo: en la voluntad de no soñar. El siguiente poema, Cantiga sin ti, insistirá en la figura amatoria de la ensoñación reiterativa, pero manifestando un dejo de obsesiva ternura:

Hay vestigios de tus pasos en mis sueños.

Eres sonrisa de niña que juega a perseguirse

Sonrisa de niña que juega a perseguirse

Nadie más espera que te encuentres

 

Cierro los ojos y ¡despierto! (p.53)

 

Ya hacia el final, el poemario intercala ritmos de pequeña aceleración, pero los cuales terminan ahogándose en el mar de nihilismo reinante como telón de fondo. Con una especie de cita oculta a Van Gogh, y con la grandeza de no nombrarlo ni nombrarse, Rodajo se (d)escribe a sí mismo, a modo de soliloquio:

Me entierro el pincel en el oído

¿Lo oyes?

A nadie más hemos amado.

Solos, tan solos

como una roca huérfana.

Trémulo, interrumpo el habla y la existencia.

 

Somos ya un tiempo ultimado

que repite siempre el mismo eco. (p.73)

 

El poema que cierra la obra, no hace más que mantener la prolongación metafísica. Sin embargo, luego del viaje, el poeta pareciera haber recuperado, al menos, la dimensión del cuerpo como idea o flujo interior, logrando concebirse desde la sangre pese a su soledad espiritualizada:

Aplauso solitario para lo que viene.

Seguro seguirá siendo sangre. (p. 79)

Al final, nos encontramos con la voz más personal de Rodajo, quien, proyectado desde una mismidad sacrificial, prepara la salida de escena mientras su eco permanece rebotando contra los bordes del abismo.

Una reliquia de poemario. Y un Réquiem para (el silencio de) Dios.

Sobre el autor:     

Julio Rodajo Ureta (Santiago de Chile, 1994). Poeta de oficio. Realizó sus estudios de Lengua y Literatura por la Universidad Alberto Hurtado y actualmente es estudiante de Magíster en Estudios de la Imagen (UAH).

Publicó los primeros poemas en su libro Vaivenes (Isidora Cartonera, 2013). Estuvo a cargo de Kaydara: cuaderno de literatura y arte (2016-2017). Ha participado en varias antologías y revistas de poesía, tanto en Chile como en Argentina y México. Fue panelista de la primera tempora de En busca del tiempo perdido (Radio Federación, 2017). Durante el 2018 se presentó como expositor en el Congreso Internacional de Literatura y Ecocrítica en Segovia, España, con su tesis de pregrado sobre El viento de los reinos de Efraín Barquero.

sábado, 18 de septiembre de 2021

La patria ha muerto

 

No se trata de festejar, sino de la avidez de la fiesta. Claro está: no hay nada que festejar. La Independencia, en cuanto discurso de la oficialidad, ha sido depuesto de toda épica justamente porque jamás la tuvo. Hoy nadie muere por la patria, porque la patria ha quedado desnuda en su más cínico balbuceo. La patria ha muerto; nació muerta. Hoy se constata la eterna descomposición de su cadáver.

Si durante todo el siglo XIX y gran parte del XX la patria constituyó esa narrativa épico-poética, ese imaginario homogéneo y monolítico difundido desde las clases dominantes, capaz de generar efectos de cohesión social y amistad cívica al “espiritualizar” la administración del territorio bajo el sueño de la República, hoy ya no es así.

La patria se ha desangrado porque ella siempre fue violencia y degradación. Como una irónica mímesis platónica, la degradación del ideal patrio es explicable: siempre se trató de un modelo a seguir a partir del deseo de un original externo; jamás fue un original, pues siempre deseamos ser lo más parecido al original (al conquistador español, primero; a la alta cultura francesa, después; incluso a las formas inglesas, al final). Concretamente, esta mímesis se basó en dos esquemas. Primero, destacar el tono heredado de las tradiciones hacendales, propias de la zona central de Chile, con el fin de extender el poder de la aristocracia, ahora a nivel del imaginario social, marcando una suerte de “chilenidad” continuista con el período colonial. En este sentido, la relación con el modelo original, la Corona Española, operaba por derivación. Segundo, producir una imagen asociada a la alta cultura francesa (con personajes ilustres como Andrés Bello, Bilbao, Lastarria, etc.) para incorporarse al discurso moderno de manera armónica, esto es, contando con una autoconsciencia identitaria susceptible de incluirse bajo la “idea de progreso” propia del mundo civilizado y en oposición al oscurantismo de la barbarie tercermundista. En este sentido, la relación con el original operaba por aspiración.

Así, de un lado fuimos los “hijos-huachos” del “conquistador-violador”, que en el intento desesperado de ser aceptados por el padre ausente, tachamos nuestro origen materno-americano, travistiendo y absolutizando la figura de dicho padre para denomina a España la “madre-patria”. Nos aferramos a un pasado mítico buscando reconocernos en tal pasado: la reiteración incesante del evento traumático. Por otro lado, el aspirar a la posición del civilizado, a aquella luz prístina de una razón que lava toda suciedad y barbarie: la República y el proyecto de una sociedad laica. Escapismo, huida frenética hacia el ídolo que no es el padre-violador-conquistador, sino el francés, el libertador, el héroe de la historia, la finalidad civilizatoria, el telos del progreso alumbrado por la razón.

Pero jamás hubo independencia. Sólo el espejo espermático, las hazañas del padre escuchadas tras la puerta o el complejo de ser aceptado por el héroe. Toda la casta oligárquica hizo del sueño de su nobleza su mayor bajeza: la de la explotación económica, bélica y cultural del pueblo a manos de un imaginario patrio. Jamás hubo independencia.

Siglo XX. Dependencia. Primero, y como resabio del siglo anterior, dependencia del eurocentrismo con la carga teleológica del ideal de progreso y de la importancia la sociedad civil, civilizada o blanqueada (la República moderna). Después, dependencia del neoliberalismo a partir de un Estado dispuesto a supeditarse a los designios del mercado (el Estado subsidiario). Entre ambos momentos, un paréntesis, un imposible, un suspiro, una lucha, un abrazo, un golpe y los caídos y lxs caídxs: Allende y su espectro. Como elementos transversales a todos los momentos, sólo retazos, pinceladas dispersas en el imaginario de la patria, desde el melodrama de la empanada y el vino tinto hasta el delirio de creerse los ingleses de Sudamérica, desde el orgullo costumbrista y maloliente del “roto chileno” hasta la supuesta reserva moral de un ejército vencedor y jamás vencido (sobre todo cuando se alza contra su propio pueblo, el cual en realidad nunca ha sido su pueblo). ¡Vaya! Sólo eso era la patria.

Por lo mismo, a partir del 2000, se instaló un peso. El peso de la nada. A medida que avanzaban los años y nos acercábamos al Bicentenario, más intuíamos que nuestra identidad no estaba extraviada ni que no la lográbamos identificar, sino que yacía sustraída de raíz, o bien que se reducía a lo absurdo de su búsqueda: nuestra identidad siempre fue la farsa y, justamente por eso, nos atormentaba tal búsqueda desesperada. La búsqueda frustrada de antemano era nuestra verdad inasumible. Al final, llegado el 2010, supimos que sólo hubo algo claro e irrefutable: nuestra identidad nacional era ese aire rancio que flotaba sobre las carnes heridas: buscar incansablemente nuestra identidad, empeñarse desesperadamente en cerrar la herida, lavar el tajo de la violación. Herida, tajo sangrante y deseante en su dolor, herida que supura un magma marino, como si se tratara de la fractura dejada por un terremoto. Entonces, recién allí, se desnudó la contradicción de nuestra voluntad: mientras más queríamos llegar a ser menos lográbamos ser. ¿Habría que conformarse con el siendo? ¿Con el extraño acto de no encontrar lo buscado, sino sólo de hallarse en la búsqueda?

Volvamos. Si intentamos esbozar una perspectiva analítica a partir de la historia reciente, podemos decir que hubo, al menos, dos factores determinantes en la muerte del ideal patrio. Dos elementos radicalmente distintos, sin parangón de clase alguna. Uno contextual, de escala mundial y sostenida; otro irreductible, ferviente e intempestivo; uno que se ha manifestado con la parsimonia de un proceso y otro que lo ha hecho con la cataclísmica irrupción de un acontecimiento: 1) La globalización y sus flujos económicos y comunicacionales cuyos efectos generaron un proceso de debilitamiento constante del Estado-Nación, al mismo tiempo que una acentuación del individualismo, de la desigualdad, de la precariedad de la vida y de la competitividad laboral y personal; y 2) la potencia imaginal de la revuelta octubrista, con todo su ímpetu de porvenir acuñado en el presente, la cual destituyó los hábitos e inercias sociales signados por la dictadura del mercado y la historia oficial, siendo capaz de abrir el “imaginario social-representacional” a la “imaginación popular-expresiva” gracias a la creatividad de los cuerpos derramados en el exceso y el martirio callejero. Ambos fenómenos, tan disímiles como incomparables, han dado muerte definitiva al ideal patrio en la medida que diluyen los límites inmunitarios de lo comunitario-social-nacional.

Así, no es de extrañar que hoy, en pleno proceso constituyente y mucho más allá de las limitaciones institucionales de la Convención-Asamblea Constitucional-Constituyente, afrontemos asuntos claves, que jamás pudieron ser contemplados en el ideal de la patria (ni tampoco en la abstracción de la Nación ni en el orden de la República). Entre ellos se encuentran -sólo por mencionar algunos- el debate sobre la interculturalidad-plurinacionalidad, en función del reconocimiento de los derechos de los pueblos originarios; las exigencias (históricas) de adoptar perspectivas de género y feministas a la hora de sentir, pensar y construir el mundo público y la cotidianeidad doméstica; la necesidad de descentralización burocrática del Estado, apuntando hacia un tipo de participación democrática que supere (¿y que incluya?) su dimensión representativa; la urgencia y complejidad, en medio de una grave crisis climática, de relacionarnos de otro modo con la naturaleza (lo que implica deponer los hábitos y niveles de consumo de las sociedades desarrolladas), y hacerlo del modo más ético posible.

La patria ha muerto. Y eso es lo que este 18 de Septiembre -sepámoslo o no- se ha festejado en las calles, casas y ramadas: la fiesta sin origen, la denegación del padre travestido, la fiesta por la fiesta, la carcajada, el cuerpo liberado de ritos, Te Deum y paródicas solemnidades. La patria ha muerto. Y pronto habrá que preguntarse si iremos por la independencia.

miércoles, 18 de agosto de 2021

Comentario sobre un fragmento de "Fenomenología de la percepción" de Merleau-Ponty.


 

En Fenomenología de la percepción (1945), Merleau-Ponty afirma:

“El pensamiento no es algo interior, no existe fuera del mundo y fuera de los vocablos. Lo que aquí nos engaña, lo que nos hace creer en un pensamiento que existiría para sí con anterioridad a la expresión, son los pensamientos ya constituidos y ya expresados que podemos invocar silenciosamente, y por medio de los cuales nos damos la ilusión de una vida interior.”

Al contrario de como tendemos a creer, el pensamiento no existiría con independencia del lenguaje. Ambos, pensamiento y lenguaje, siempre se encuentran en relación. El primero no utilizaría al segundo como un mero medio, convirtiéndolo en un simple instrumento por el cual movilizarse y darse a conocer (comunicarse) de manera secundaria. Más bien, el lenguaje operaría como condición de posibilidad de todo pensamiento: en caso de que no hubiésemos desarrollado un lenguaje superior, seríamos incapaces de pensar; y, tal vez, seríamos incapaces de hacer una experiencia significativa. Incluso en nuestra soledad más íntima o en la tempestad de nuestros monólogos interiores, pensamos de manera dialógica, como si dentro de nuestra alma, y desde siempre, habitara un Otro que, junto con acompañarnos, también nos permitiera expresarnos, conocernos y construir el sentido de la existencia a partir de preguntas y respuestas (nunca de soluciones). Ese Otro, extranjero conocido, que habita dentro de nuestra alma es el lenguaje; pero, en realidad, no sólo habita sino que es nuestra alma a la vez que nos abre a existencia.

En una palabra, el lenguaje preexiste a todo acto; y esa preexistencia, aquel existir antes de cualquier acto, es lo que nos permite expresar, nombrar y comprender todo acto, incluso aquellos que parecieran yacer inmunes al lenguaje. La idea de una interioridad aislada del mundo y de ese lenguaje que teje el entramado de la existencia, no es más que una dulce ilusión: el anhelo de un origen puro, la esperanzada búsqueda de Dios o la aspiración de hallar una verdad donde  podamos reposar. Desde que somos humanos, vivimos entrelazados con los hilos del lenguaje: nos movemos, sujetamos y asfixiamos en esos hilos.

lunes, 9 de agosto de 2021

Las preguntas filosóficas y lo filosófico del preguntar


Las preguntas filosóficas corresponden a una clase especial de cuestionamientos, particularmente,  a aquellos que se alojan en las raíces que sustentan una determinada afirmación.

Si, siguiendo a Aristóteles, el filosofar (la genuina filosofía) se caracterizaría por: 1) abordar temas desde una perspectiva general (panorámica) y 2) por ser un ejercicio que tiene por principio conductor a la experiencia del asombro (un acontecimiento), entonces habría problemas que, cumpliendo con estas condiciones, serían, de por sí, propiamente filosóficos. Revalorar el sentido de la existencia, conmovernos de angustia ante la muerte, replantearnos la encrucijada entre libertad y determinismo o intentar vivir una ética más allá del imperativo del deber, entre otros, son problemas desde los cuales florece una perenne variabilidad de preguntas.

En todos esos problemas se juegan inquietudes radicales. Las preguntas que portan y las respuestas (nunca soluciones) que les damos varían en distintos tiempos y espacios, siendo lo único permanente (y universal) la vibración, ardiente e inagotable, que palpita en todo ser humano, al menos una vez en su vida, al contemplar los abismos que se abren bajo ellas.

Por otra parte, en toda pregunta se aloja una semilla de pensamiento filosófico. Cuando realizamos la tarea de cuestionar lo que nos parece más obvio, irrumpe el asombro. Así, vemos con cierta extrañeza nuestra imagen frente al espejo; nos angustiarnos a causa de esa muerte que vemos en los noticieros pero la cual, pese a ser lo más seguro, tal vez no podremos mirar a los ojos cuando venga por nosotros; nos admiramos ante la grandeza humana expresada en el perdón solicitado y otorgado por los amigos; nos ensombrecemos y disminuimos, como un manantial a punto de secarse, ante el rechazo de la mujer que deseamos.

En todas esas experiencias personales también se abre un camino para sintonizar con un modo de sentir y pensar, una tonalidad anímica, que permita la radicalización de la reflexión.

Hay preguntas que, de suyo, dan cuenta de problemas filosóficos; pero en toda pregunta reside la promesa de un filosofar.

miércoles, 4 de agosto de 2021

Comentarios sobre fragmentos de la "Ética" de Spinoza

En la parte V de su Ética, Spinoza señala:

"Por Dios me refiero a un ser absolutamente infinito, es decir, una sustancia formada por una infinidad de atributos, cada uno de los cuales expresa una esencia eterna e infinita." (E1 D6)

Más adelante escribe:

"Dios, es decir, una sustancia constituida por una infinidad de atributos, cada uno de los cuales expresa una esencia eterna e infinita, existe necesariamente." (E1 P11)

Por lo tanto, deduce:

"...todo lo que es, está en Dios y sin Dios nada puede ser ni concebirse." (E1 P15)

La concatenación argumental realizada por Spinoza se halla en sintonía con su famoso panteísmo material. En efecto, Dios en cuanto sustancia absoluta, cuenta con infinidad de atributos, los cuales corresponden a la esencia de cada entidad particular. Estos atributos expresarían su pertenencia a los dominios de la sustancia absoluta por el simple hecho o posibilidad de ser.

Pero, ¿qué podríamos entender por el acto o posibilidad de ser?

Una interpretación contemporánea consiste en destacar el rol que cumplen el lenguaje y el pensamiento dentro de tal definición-actividad. Así, no hay nada que, al menos en potencia, no pueda ser comprendido ni pensado. A eso le podríamos llamar una susceptibilidad de sentido: todo es susceptible de ser concebido. De ahí que "lo pensado" en acto, pero sobre todo "lo pensable" (lo susceptible de ser pensado), ya "es" de alguna manera, parte de aquella sustancia divina. ¡He ahí Dios, desplegado en las modulaciones del verbo antes que en la contundencia de la carne!

Por consiguiente, el problema que se abre a partir de tal interpretación apunta a cuestionar la posibilidad de concebir la totalidad y el infinito. Dado lo anterior, ¿es válido mantener la esperanza de pensar un infinito absolutamente otro, o sea, de pensar lo Otro o a -un nuevo- Dios? ¿Aún podremos abrirnos a lo imposible, al milagro de lo impensable, o sólo tendremos que conformarnos con esperar lo esperable?