"Niños en la Playa", 1910, Joaquín Sorolla. |
No supe de la exposición de su
obra hasta ayer en la mañana. Y como consecuencia lógica de aquella noticia intempestiva
tuve que presentarme en el Museo de Arte e Historia de Guanajuato un par de
horas después. La obra pictórica del español Joaquín Sorolla nos esperaba a
todos los escasos detractores de la Feria de León, lugar ícono del México
superficial, para ir a sumirnos en la presunta universalidad de la Alta
Cultura.
Si mi estadía en México se ha tornado
paulatinamente una dolorosa caída contra las paredes de mi abismo interior; si he
salido a recorrer calles con mariachis para perderme a mí mismo con la ingenua
esperanza de que en algún punto pueda volver a encontrarme renovado; si siempre
utilizo el viaje, lo otro, como una excusa para hablar de mis propios
tormentos, de mi propias miserias; entonces, si hago todo eso de manera tan
constantemente narcisista, ya es tiempo, me dije, de poner en operación la
experiencia opuesta. Me refiero principalmente a la experiencia del mirar, la
experiencia de respeto ante la obra de un artista, obra que está destinada
principalmente no sólo a ser mirada, sino ad-mirada. Así, si todo mi viaje ha
sido, dicho de modo muy escueto, un mirar para mirarme, la experiencia del Museo
consistía en lo opuesto: un mirar para admirarse. La primacía de la grandeza
del arte quizás consista en eso: nos arranca de nuestra cotidianeidad, de
nuestros problemas superfluos del día a día, para impulsarnos a una dimensión
en la cual predomina lo sublime entendido como dicha admiración ante algo que
se me presenta en tanto Alteridad, en tanto exceso de sentido, en tanto eterna trascendencia
de mí mismo, es decir, algo que no puedo rodear del todo, algo que siempre me
sobrepasa.
Pues bien, hagamos el intento de
dejar de hablar de mí. Joaquín Sorolla se inserta dentro de los pintores que reaccionan
ante la marcada objetividad del realismo social del Siglo XIX, a pesar de
conservar el interés por retratar las tradiciones más típicamente identitarias
de España. En otras palabras, Sorolla se aleja del método de representación
propio del realismo con tal de introducir el elemento central de su obra,
previa herencia del impresionismo: la luz. Justamente por eso el movimiento en
el cual el artista español se circunscribirá será el luminismo.
Lo que hay de maravilloso en
Sorolla es su fidelidad a la realidad en cuanto fugacidad del instante. O sea,
Sorolla es un artista que yace obsesionado con la posibilidad de capturar la
luz, entendida ésta como el elemento que delinea el contorno material y
emocional de los objetos a ser representados. De esta manera, nos atrevemos a
decir que Sorolla es un pintor que, más allá de su exquisita técnica de trazos
sueltos, de su impecable dominio cromático, de su capacidad para construir
dimensiones, es un pintor de la agonía justamente por ser un pintor de la
felicidad. El optimismo de Sorolla radica en su maestría para captar la luz
como correlato de alegría: luz que envuelve cientos de escenas tan dulces como
los niños que juegan en un devenir sin ocaso en las costas mediterráneas. No
obstante dicha alegría que queda plasmada en sus obras de la época madura yacen
gobernadas por una agonía no-dicha, una agonía que no se expresa nunca en el
cuadro: la agonía consistente en la fugacidad misma, en lo efímero del instante,
en que la realidad precisamente no se condice con la obra de arte por más que
un segundo. En el realismo decimonónico, en cambio, al poseer el pintor una
mirada ingenuamente objetiva, el arte es realidad: arte y realidad caminan de
la mano por la eternidad (Courbet es claro exponente de aquello). En contraste,
al ser totalmente distintos los métodos de absorción de la realidad en el
luminismo, bien podemos decir que el arte no comulga con la realidad más que
por los instantes en que la luz, en su constante cambio, en su transmutación
casi divina, ejerce una epifanía como es al amanecer o en el ocaso. De ahí se
sigue la agonía de Sorolla: si al realismo lo que le interesa es estampar
aquello que hay allá afuera, el objeto que permanece idéntico a sí mismo más
allá de la luz que lo abrace, al luminismo de Sorolla le interesa aquel filtro,
aquel elemento que hace vibrar al objeto representado y que es la música de los
ojos, la luz en tanto intermediario fugaz, sutil y agónico. Debido a esto cada
producción de Sorolla es una lucha contra el modelo a retratar: el deseo de
plasmar la realidad como instante se convierte en el impedimento de retratar la
realidad tal cual se ve. La lucha del pintor por una representación de la luz.
Finalmente bien puedo que afirmar
que esa lucha, ese agonismo, se debe a que Sorolla –al igual que yo a él- no
mira la realidad, sino que la admira.