La
muerte nos aparece en su ocultación. Pocos son testigos de los estertores de
quienes agonizan, de sus espasmos finales o del apagarse lento, como una vela
derretida sobre sí misma, de aquellos que nos abandonan. Y si lo son, están
habituados: se trata de médico y personal de la salud para la cual la muerte es
parte de su trabajo. La gran mayoría sabemos de los muertos de coronavirus
gracias a las cifras, al recuento matutino del Ministro de Salud, a los signos
anónimos que acopian los titulares de la televisión. Nos sentamos frente al
computador, revisamos las noticias y llevamos a cabo nuestra rutina. Al final
del día, o en los momentos de ocio, leemos la prensa online: el aumento de la
cantidad de muertos. Como si, frente a nuestra pantalla, esas muertes también
tuviesen su propia pantalla: nos aparecen en su ocultación, lisas y homogéneas,
mostrando una extensión ilusoria pero sin profundidad, un sufrimiento ya
desgastado, unas señales carentes de piel y gestos, reducidas a lo manipulable
de las cifras, a la indiferencia o tedio estadístico de un click. Compartimos
el link con un amigo. Qué tragedia, decimos. Del otro lado de la pantalla se
responde lo mismo. Quizás en realidad es así. Realidad virtual y links de
muertos. Globalización, neoliberalismo y necropolítica: necroliberalismo
global.
El
verdadero el link se ha perdido: el enlace entre la porosidad y alteridad del
mundo ha sido usurpado por el dedo o el movimiento del ojo que, debiendo tan
sólo indicar hacia el mundo (decir “allá afuera”), lo ha parasitado hasta
consumirlo casi íntegramente. Ya casi hay vínculo entre lo uno y lo otro, entre
la dimensión representacional y la real: la casa, lo interior, se ha diluido en
un constante afuera, proceso que, a su vez, ha borrado la frontera entre dentro
y afuera. Todo se transparenta y se homogeniza (como ha señalado lúcidamente
Rodrigo Karmy). De ahí la fuerza del teletrabajo durante la cuarentena, del
agotamiento causado por las labores diarias como explotación doméstica; de ahí también
la fuerza de las redes sociales en cuanto falsa promesa redentora. Es nuestra
impotencia, el confinamiento de nuestra potencia, lo que se rebela contra
nosotros mismos. Somos presa, sin duda, de un nihilismo cibernético; nos damos
cuenta, sólo si dudamos, si hacemos el ejercicio o somos tocados por el don de la
duda, que somos presa de este nihilismo cibernético. Bueno, es mejor que morir.
¿O no?
Los
muertos ya no están para ser homenajeados, ni para hacerles una procesión ni
construir su memorial: porque, en caso de hacerlo, nos desgarraría el miedo, la
terrorífica amenaza de convertirnos en otro muerto más. Ahora le tenemos miedo
al miedo. No queremos ser uno más, que es lo mismo que ninguno. Antes nos
hubiesen enterrado con el beso de nuestros hijos y el aliento de su dolor, como
un adviento, nos conduciría a ser una estrella más del Universo. Melancólica
indiferencia. El problema es que hoy ,a nuestros muertos, les negamos el entierro,
la memoria, el duelo, los despedimos sin siquiera recordar su nombres por las
noches. Ya no les damos ni siquiera la posibilidad de ser una estrella más en
el Universo; a la mañana siguiente sólo son un número que viene a cambiar el último dígito de una cifra tan
vacía como nosotros.