Fue el primer libro que me marcó políticamente. Si mal no
recuerdo, bordeábamos el año 2000 y cursaba 8° Básico. Muchos apoderados se
escandalizaron porque ésta fuera una lectura escolar. Pobres niños, nosotros,
hijos de una ascendente clase media, que nos hacían leer sobre la promiscuidad
y perversiones de los niños que circundaban el Río Mapocho; pobres niños,
nosotros, leyendo sobre niños pobres. El Chile de la Concertación, de la
postdictadura, del Chino Ríos, de las zapatillas Nike, ese Chile, esa
Inglaterra latinoamericana con todas sus miserias de arribismo y desmemoria.
Como sea, para mí esta obra significó un acontecimiento. Lo
político no ingresó en mi vida por la vía racional, a modo de un conocimiento
detallado acerca de los procesos históricos o de crítica económica sobre la
propiedad privada de los medios de producción. No. En mi caso fue la poesía
derramada en la prosa, el sutil barroquismo con que Nicomedes Guzmán pintaba el
sudor de la lucha proletaria, el retrato frenético de la matanza del Seguro
Obrero, los olores de los barrios de la chimba -ese lado oculto que avergüenza
a la ciudad oficial-, de los cites infinitos donde se aglomeraba un sufrimiento
tan incomprensible como reluciente de dignidad. Todo eso también compartía su
esencia con la realidad que yo veía día tras día - 60 años después de haberse
escrito ese libro-, no alrededor de mi colegio en La Reina, sino en el corazón
de ese potrero de Peñalolén que era la casa de mi madre, en la Villa Naciones
Unidas, mi querido potrero, del cual renegué tantas veces por mis complejos de
clase.
Al recordar este libro, no sólo doy testimonio de lo importante
que ha sido para mí, sino también soy capaz de reconciliarme públicamente con
mi historia (nunca privada) y reafirmar mi posición estético-política.
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