sábado, 30 de mayo de 2020

Coronavirus: muerte en la era cibernética


La muerte nos aparece en su ocultación. Pocos son testigos de los estertores de quienes agonizan, de sus espasmos finales o del apagarse lento, como una vela derretida sobre sí misma, de aquellos que nos abandonan. Y si lo son, están habituados: se trata de médico y personal de la salud para la cual la muerte es parte de su trabajo. La gran mayoría sabemos de los muertos de coronavirus gracias a las cifras, al recuento matutino del Ministro de Salud, a los signos anónimos que acopian los titulares de la televisión. Nos sentamos frente al computador, revisamos las noticias y llevamos a cabo nuestra rutina. Al final del día, o en los momentos de ocio, leemos la prensa online: el aumento de la cantidad de muertos. Como si, frente a nuestra pantalla, esas muertes también tuviesen su propia pantalla: nos aparecen en su ocultación, lisas y homogéneas, mostrando una extensión ilusoria pero sin profundidad, un sufrimiento ya desgastado, unas señales carentes de piel y gestos, reducidas a lo manipulable de las cifras, a la indiferencia o tedio estadístico de un click. Compartimos el link con un amigo. Qué tragedia, decimos. Del otro lado de la pantalla se responde lo mismo. Quizás en realidad es así. Realidad virtual y links de muertos. Globalización, neoliberalismo y necropolítica: necroliberalismo global.

El verdadero el link se ha perdido: el enlace entre la porosidad y alteridad del mundo ha sido usurpado por el dedo o el movimiento del ojo que, debiendo tan sólo indicar hacia el mundo (decir “allá afuera”), lo ha parasitado hasta consumirlo casi íntegramente. Ya casi hay vínculo entre lo uno y lo otro, entre la dimensión representacional y la real: la casa, lo interior, se ha diluido en un constante afuera, proceso que, a su vez, ha borrado la frontera entre dentro y afuera. Todo se transparenta y se homogeniza (como ha señalado lúcidamente Rodrigo Karmy). De ahí la fuerza del teletrabajo durante la cuarentena, del agotamiento causado por las labores diarias como explotación doméstica; de ahí también la fuerza de las redes sociales en cuanto falsa promesa redentora. Es nuestra impotencia, el confinamiento de nuestra potencia, lo que se rebela contra nosotros mismos. Somos presa, sin duda, de un nihilismo cibernético; nos damos cuenta, sólo si dudamos, si hacemos el ejercicio o somos tocados por el don de la duda, que somos presa de este nihilismo cibernético. Bueno, es mejor que morir. ¿O no?

Los muertos ya no están para ser homenajeados, ni para hacerles una procesión ni construir su memorial: porque, en caso de hacerlo, nos desgarraría el miedo, la terrorífica amenaza de convertirnos en otro muerto más. Ahora le tenemos miedo al miedo. No queremos ser uno más, que es lo mismo que ninguno. Antes nos hubiesen enterrado con el beso de nuestros hijos y el aliento de su dolor, como un adviento, nos conduciría a ser una estrella más del Universo. Melancólica indiferencia. El problema es que hoy ,a nuestros muertos, les negamos el entierro, la memoria, el duelo, los despedimos sin siquiera recordar su nombres por las noches. Ya no les damos ni siquiera la posibilidad de ser una estrella más en el Universo; a la mañana siguiente sólo son un número que viene  a cambiar el último dígito de una cifra tan vacía como nosotros.

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