jueves, 28 de mayo de 2020

Desvíos sobre el poeta en "Las flores del mal" de Baudelaire


Desde el título hasta sus confines, desde la fragancia de las flores frescas hasta el hedor de su pudrición. "Las Flores del Mal" es un oxímeron en movimiento, una frase tan constante como contradictoria: un contrasentido, espejo desajustado con su reflejo. En este poemario, repleto de marineros vencidos por la mar, de viajes a lo ignoto, de anhelos imposibles, Baudelaire ancla la autoconsciencia estética de la modernidad. En efecto, ya no será el ideal del poeta romántico, hombre educado y sentimental, lo que configure al artista moderno, sino la tormentosa corrupción de aquél, su exposición y apertura al devenir y a la degradación, al desgarro de toda melancolía. Es decir, lo que se retratará será el hundimiento de la sensibilidad obsesionada con seguir cantando su propio ahogo. El poeta ya no es un alma bella; el poeta, quizás, ya no tenga alma.

Spleen e ideal. Spleen, saudade, melancolía, tedio e ideal. Paseantes y amateurs, viajeros y carruajes de lo trágico, de lo absurdamente trágico. Todos respirando el hollín de la ciudad moderna. Pero el poeta no sólo es el hombre que se da cuenta de ello, sino que, a esa misma experiencia es capaz de rendirle una tenue alabanza, aunque, como todo, no sirva de nada; aunque sólo sirva para saborear la fugacidad. El poeta es el albatros, cuyas magnas alas, aquellas que le permiten acariciar el cielo, lo hacen tropezar a la hora intentar caminar. Pero la verdad es que hoy, en medio de la ciudad, sus tropiezos ya no despiertan el movimiento de pies burlones ni la suciedad de oscuras carcajadas, sino el inefable abismo de la indiferencia.

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