I
Si nos detenemos a pensar en el
mensaje que representa una festividad como la Navidad para la mayor parte del
mundo cristiano bien podríamos decir que ésta se halla muy cercana a la idea de
encarnación. En efecto, la encarnación consiste en la capacidad de vitalizar las
acciones que llevamos a cabo o las reflexiones que nos arrebatan, es decir, de
involucrarnos e implicarnos, de donarnos y de ser interpelados por aquellos
asuntos que nos toman y poseen en sentido de nuestra existencia. En otras
palabras, la encarnación implica reducir a la mínima distancia la brecha entre
lo que nos mueve y lo que somos, los sujetos movilizados por el movimiento. Por
eso la encarnación no depende de nosotros. No hay autonomía ni poder de
decisión a la base de ella: siempre que encarnamos con pasión algo que nos
supera (un ideal que nos sobrepasa, una obsesión que nos atormenta, un
sentimiento que nos inquieta hasta dar la vida). Eso que nos supera, eso que no
se percibe pero que nos determina, reside en el exceso de sentido desde donde
emana todo movimiento. Por ello justamente la encarnación religiosa, la propia
del Cristianismo, descansa en la aspiración a una totalidad: se totaliza al ser
como carne irradiada de espíritu, como carne espiritualizada. Ambas
dimensiones, la carnal y la espiritual, unifican la existencia a partir de una
dinámica descendente, puesto que es del espíritu, de la no presentación de éste,
de su invisibilidad, desde donde provendría toda fuerza de la carne, toda la
contundencia de su presente. Dicho aristotélicamente: tal cual como es el motor
inmóvil el que, sin moverse, conduce la prolongación de todo movimiento, el
espíritu en tanto descendente desde las tierras de una gracia divina sería el
que insuflaría de vigor vitalista a una carne que por sí sola sería inerte, que se desgarraría
en la fragmentación caótica de lo múltiple. Es de este modo que el discurso
religioso pone en primer plano la Natividad como encarnación: por medio del
envío de Cristo al mundo en carne y hueso, por medio de la emergencia carnal de
la esencia divina en tanto Trinidad, se propone invertir la lógica del aparecer
mismo. Una vez consumada la propuesta abierta por la Navidad, vale decir, la
espiritualización de la materia, ya no serían los fenómenos aislados los que se
presenten a la conciencia de los hombres en su calidad de fragmentos, de meros
objetos vacíos y sin conexión profunda entre sí, sino que será gracias a la
noción de encarnación donde se instale por vez primera la Unidad del sentido
como realizable, la religación. La Natividad de Cristo sería origen del despliegue
de lo divino en lo mundano por el cual todo conocimiento remitiría a Dios como
finalidad última o, en términos seculares, remitiría a la Totalidad.
II
Sin embargo, desde la perspectiva
de los hombres y del ateísmo este concepto de encarnación presupone siempre una
división original que dicha encarnación intentaría venir a restituir, a llenar de
sentido en la comunión del espíritu y la carne. Esta añoranza de divinización
de lo mundano significa un violentar el orden de la aceptación de la muerte
como posible finitud. Y quizás un violentar para consolar. Una consolación y
ambición absoluta y con aspiraciones universalistas. Revelar en forma
descendente el presunto sentido del espíritu en tanto origen allí donde impera
la fragmentación, la muerte, la finitud, es decir, allí donde gobierna el
sinsentido de la carne, es lo que se conoce como la proyección de los deseos
imposibles. Deseos imposibles de ser satisfechos en vida y que el hombre hiperboliza en torno a la figura
de un Dios. Feuerbach señalará que en ese acto, aunque por otras causas, nos
llegamos a representar a Dios como omnisciente (máxima facultad de nuestra inteligencia), omnipotente (máxima facultad de nuestra voluntad) y omnipresente
(máxima facultad de nuestra mirada): porque hacemos del anhelo de absoluto propio de
nuestra esencia una proyección que mientras más
fortalecemos la ficción de Dios más nos debilita como género humano destinado al conocimiento de la realidad.
Por otra parte, el discurso
cristiano que funda el origen en la creatio ex nihilo, vale decir, el que la
existencia fuese obra de un Creador que construyó el Universo desde la nada,
tan sólo suspende el juicio ante el tema del origen. Sabemos cuál es el origen
de la Navidad a través del mito bíblico, pero el mismo mito bíblico no puede
pensar el origen de los orígenes. Es algo desmesurado para los hombres concebir
al Dios cristiano, como también experimentar ninguna existencia que desborde
las coordenadas del tiempo y el espacio, algo que Kant ya nos enseñó. Es
desmesurado y denota un orgullo y una prepotencia aspiracional abismante. No
tenemos acceso ni a ese Dios ni a la nada desde donde Dios dice crear el
Universo. Como afirmara Nietzsche, la verdad es una mujer, lo cual quiere decir
que sería impúdico verla desnudo. Es aquí donde se relacionan profundamente el
tema de la Navidad como encarnación y de la Navidad como origen. Esto es, de la
Navidad como la encarnación de un sentido que no tiene origen. El origen de la
Navidad tiene sentido, el deseo de encarnación o religación, pero no tiene
sentido el origen en que reposa la Navidad, él nos es inaccesible.
Así, será a partir de esta inadecuación
existencial entre encarnación y (falta de) origen que representa el Nacimiento
de Cristo donde se acuna el mensaje de Navidad más radical para nosotros, los
sujetos de la posmodernidad. O sea, de la brecha surgida entre, por un lado, la
carne rebosante de espíritu y de sentido y, por otro lado, de la incertidumbre
ante un origen inasible que pone en duda la existencia del espíritu mismo, y
con ello de la propia encarnación, desde esa brecha, será desde donde se
manifieste el espacio para el nacimiento de la fe en el amor. Al no haber
origen, al no poder contrastarse argumentos racionales sobre los mitos
cristianos, todo su peso recae en el mensaje forjado por su propio puño, en el
periplo y sentido de la encarnación como religación de la existencia y destino
hacia donde yace conducida, el sacrificio y sufrimiento de la carne motivada
por un amor que se esmera en vencer a la muerte.
III
En conclusión el Nacimiento de Cristo,
tomado desde nuestro contexto histórico actual y abordado desde una perspectiva filosófica, nos entrega un doble mensaje:
junto con representar la encarnación de nuestra dimensión interior en cualquier
acción llevada o acontecimiento que nos afecte, esto es, de luchar por
apropiarnos de un exceso de sentido que siempre nos sobrepasará, también revela la
posible y angustiante falta de necesidad y de origen de aquel mismo sobresentido. Es
una constatación de lo más cercano, esto es, el saber que somos movidos por
algo que nos sobrepasa, pero al mismo tiempo se torna una duda radical e
imposibilidad de determinación del origen preciso de aquella fuerza que nos
impulsa a movernos. Como si de esa relación problemática entre encarnación y
(falta de) origen se desprendiese el misterio que conflictúa la consolidación
de toda fe en el amor, pareciera ser que siempre estamos invitados a dar un
salto decisivo sin piso seguro en el cual llegar a sostenernos: ni fe ciega en
Dios ni comprobación de Dios, sino seres intermedios, creyentes, creyentes en
el sentido o creyentes en el sinsentido, pero siempre creyentes. En última instancia, volver al mensaje
original de la Navidad significa, siempre como gesto filosófico, hacer renacer
la pregunta sobre el sentido o sin sentido con la vitalidad e implicación de
quien yace encarnado en la radical fragilidad de su falta de origen. El nacimiento es inmemorial.