Se torna una tarea casi imposible hablar del nivel afectivo
de las pasiones en Descartes sin recurrir como marco contextual a la época en
que desarrolló su pensamiento. En efecto, la modernidad filosófica se abre con
Descartes principalmente gracias a su intento de desvincularse del dogmatismo religioso,
por un lado, y del escepticismo epistémico, por otro. Así, lo que busca
empedernidamente Descartes es fundar el conocimiento en pilares tan sólidos
como indubitables, es decir, que toda validez del conocimiento debe estar
erigida sobre los cimientos de la razón como terreno seguro desde el cual
legitimarlo.
Descartes sostiene, tanto en sus "Meditaciones
metafísicas" como en "El discurso del método", que el
procedimiento ideal que debería llevar a cabo la razón consistiría
principalmente en examinar los fenómenos a través de la representación de ideas
claras y distintas. Por ende, es la razón misma la que aseguraría por medio de
dicho método, y teniendo como referencia el modelo de las matemáticas, la
validez del conocimiento del mundo exterior.
No obstante, para llegar a aquella seguridad del
conocimiento es necesario encontrar, como habíamos dicho, un soporte, un
cimiento tan sólido como irrefutable. Ese cimiento, obviamente, no corresponde
en Descartes a una cualidad propia de los fenómenos (lo cual estaría más
emparentado con el empirismo), sino a un estrato que se presenta a nivel
interior: la conciencia. En efecto, la conciencia entendida bajo la frase
“cogito ergo sum”, o sea “pienso, luego existo”, remite a una dimensión de
transparencia, apodicticidad e inmediatez en la relación del sujeto consigo
mismo. Ya no serán los fenómenos los que posean un estatuto ontológico en sí.
Al contrario, será la conciencia la que permita la existencia del mundo
objetivo. No hay mundo si es que no hay una conciencia en la cual el mundo haga
su aparición. Esta lectura un tanto exagerada y parcial de Descartes lleva al
exceso del solipsismo, esto es, a evaluar como único campo de conocimiento
seguro a la misma certeza inmanente, ya sea de las ideas o de las percepciones,
que se dan a la conciencia. En dicho solipsismo, por lo tanto, la existencia de
las representaciones propias del mundo serían rasgos inmanentes a la conciencia
misma: no podrían existir objetos con independencia del sujeto que les
concedería su existencia.
En contrapunto a esta tesis Descartes orienta su mirada en
el conocimiento del mundo exterior. De este modo, busca romper con el
solipsismo al incluir la figura garante de Dios como aquello que, en
contraposición al escepticismo del genio maligno el cual representa la
hipérbole de la duda metódica, permite que exista un correlato real entre
nuestras representaciones subjetivas y la validez de los objetos que aparecen a
nuestras conciencias: Dios, dada su naturaleza benévola, impide que el corpus
de las cogitaciones sea vana ilusión apariencial; Dios nos otorgaría seguridad
trascendente allí donde la razón solo puede enunciar certezas inmanentes. Así,
estas dos dimensiones estarían articuladas corporalmente gracias a un órgano:
la glándula pineal. En efecto, esta glándula operaría de un modo tal que sería
capaz de unir de modo armónico la dimensión propia de la “res cogitans”, la
mente, y la “res extensa” la materialidad de los cuerpos físicos. Unidas ambas
dimensiones se entiende que llamemos a esta época del pensamiento, en la cual
se instala incipientemente la modernidad, como propia de un paradigma
mecánico-fenoménico.
Ahora bien, el rol que cumplen las pasiones en Descartes es
el de ser afecciones perceptivas que impactando primeramente los sentidos del
cuerpo -al incitar a los espíritus sanguíneos- cuentan con la facultad de poder
internarse en el alma. Descartes distingue entre pasiones y acciones: las
primeras son afecciones dominadas por un mecanicismo; las segundas dependen de
la voluntad del hombre. Así, la idea de Descartes a través del "Tratado de
las pasiones del alma" es replicar el método científico-racional: comienza
desde lo más simple, la mecánica fisiológica, en ascendencia a las ideas más
complejas para, de esta manera, concluir en un tratado de moral. Tratado de
moral que justamente es en parte deudor de la ética aristotélica, ya que
integra la noción de “justo medio” propia de la prudencia como elemento
regidor. Por lo mismo, Descartes designará a las pasiones, además de
involuntarias, como peligrosas si uno se deja avasallar por ellas: las pasiones
excesivas nublan la razón, nos entregan a una fuerza que nos domina y hace que
extraviemos nuestra propia identidad. Lo que se debe hacer, según Descartes, es
someter a las pasiones a términos racionales, o sea reparar tanto en la
dimensión de utilidad que podamos extraer de ellas como en los beneficios de
índole emocional.
Sin embargo, hasta ahora sólo nos hemos referido al
sometimiento de las pasiones a la razón desde el plano moral. ¿Qué nos dice
Descartes de las pasiones a nivel filosófico? Pues bien, en este plano
Descartes, quien es un fiel seguidor de la razón en su versión más rígida y
fría, tiene en mente un desvincularse de toda pasión que no se ponga al
servicio del conocimiento. Es decir, para Descartes el conocimiento a través de
ideas claras y distintas es lo medular y la finalidad de la filosofía. Por
ello, podemos señalar que el Descartes epistémico no tiene más que como
compañera secundaria el tema del pathos filosófico. No hay un sentimiento, a
excepción de la prudencia entendida como calma y falta de pasión, que sea
característico tanto de las consecuencias del pensar filosófico, como motivador
de éste mismo. El pathos filosófico, el animus, el cuerpo mismo queda
subordinado y hasta negado en la empresa de búsqueda de la verdad filosófica.